Uno de los liderazgos mundiales de los que España puede presumir es el número de bares y restaurantes: 277.539 establecimientos, lo que quiere decir que hay uno de ellos por cada 170 habitantes. La proporción en Barcelona similar, sale a uno por cada 172 ciudadanos, y si añadimos los hoteles y las discotecas que tienen servicio de restaurante bajamos hasta uno por cada 156 barceloneses. Así ha sido desde siempre, aunque ciertos episodios de la vida del país han acelerado la tendencia, como pasó con la deflagración turística de la ciudad tras los JJOO o con los efectos de la reconversión industrial de los 80, cuando no pocos obreros despedidos y en edad de trabajar invirtieron las indemnizaciones en abrir un bar partiendo de la errónea idea de que es un negocio que no requiere preparación alguna y que cualquier persona con ganas puede llevar adelante.
Esa elevadísima oferta hace imposible que una buena parte de ellos sea auténticamente rentable y que se mantengan gracias a alquileres bajos, a la economía sumergida, tanto desde el punto de vista fiscal como laboral, al empleo de familiares y la falta de alternativas.
Las consecuencias de la pandemia serán demoledoras. Las Administraciones podrían haberse puesto de acuerdo –todavía están a tiempo-- para aprovechar la circunstancia y dirigir sus esfuerzos hacia objetivos un poco más ambiciosos que la mera subsistencia económica del autónomo que está al frente del negocio y de los trabajadores del sector a través de los expedientes de regulación temporal de empleo. Podrían tratar de poner orden facilitando la transición hacia una oferta más ajustada a las necesidades reales con establecimientos que se merezcan de verdad el nombre de restaurantes, con propietarios profesionalizados, salas cómodas, cocinas en buenas condiciomes de salubridad y servicios realmente higiénicos.
Pero no se ha hecho ni se hará. La mentalidad es otra, pesa mucho más lo inmediato y urgente que el medio y largo plazo. Lo estamos viendo en la interpretación que ha hecho la Inspección de Trabajo sobre las consecuencias de un despido en una empresa acogida a un ERTE. La obligación de no reducir la plantilla durante el expediente, y seis meses después de su término, supone que de producirse un solo despido la empresa debe devolver las bonificaciones y exoneraciones de las cuotas a la Seguridad Social, más recargos, de toda la nómina. Es como si obligaran a Seat o a Nissan a reintegrar todos los apoyos recibidos si prescinden de un solo trabajador.
Un disparate. Pero la muy discutible la lectura que hace la Inspección de Trabajo es coherente con el espíritu de la normativa, o más bien con la ideología de sus promotores. Antes que cualquier otra consideración, las empresas son sospechosas, y como tales son tratadas. El objetivo del legislador en este caso es proteger a los empleados sin darse cuenta de que su mejor defensa es dar continuidad a la empresa.