Gracias a la (discutible) decisión del gobiernillo local de mantener cerradas las grandes superficies comerciales, el centro de Barcelona vivió durante el puente de la Constitución (o de la Purísima, o de lo que a ustedes más les convenga) unas aglomeraciones ideales para que el coronavirus se expandiera a sus anchas. Todo sea por salvar al pequeño y mediano comercio. Al no poder acudir a esos malls en los que uno puede entretener a la familia durante todo el día, la gente acudió en masa a los alrededores de la plaza de Cataluña, llegándose a formar colas ante determinados establecimientos que podían superar la hora de espera (sesenta minutitos que el virus, intuyo, aprovechó para ponerse las botas). Las autoridades sanitarias, hartas de predicar en el desierto, han adoptado una actitud fatalista cuyo subtexto sería Celebremos la navidad y que sea lo que Dios quiera. Dan por descontada para enero una tercera ola de la pandemia que nos habremos ganado a pulso durante las comilonas con nuestros seres queridos y con quien nos apetezca, pues para eso se ha creado la figura del allegado, que puede ser hasta un pobre que recojamos en el camino hacia la casa de los condumios, pues ya se sabe que todos los seres humanos somos hermanos y, por consiguiente, allegados.

Tengo la impresión de que las autoridades, políticas y sanitarias, saben que la gente sabe que no saben nada, y por eso prefieren no contribuir a soliviantar los ánimos y permitir a las familias felices (y a sus allegados) que se reúnan para zampar y pimplar sin tasa (de las familias desdichadas, aunque cada una lo sea a su manera mientras las felices son todas iguales, como afirmaba Tolstoi al principio de Ana Karenina, no se preocupa nadie, ¡con lo bien que les habría venido a algunos una prohibición absoluta de los saraos navideños!). La resaca será de espanto, nos aseguran, pero, de momento, comed y bebed como si no hubiera un mañana porque igual no lo hay para más de uno.

Se impone la irracionalidad ante una pandemia que también es irracional, que se lleva por delante a unos, causa fiebres de tres días a otros e ignora a muchos. En la edad media, por lo menos, sabías a qué atenerte: la peste bubónica no hacía distingos y se cargaba por igual a jóvenes y viejos y a ricos y pobres. Lo de ahora es una lotería. Como el sida, pero sin necesidad de chutarse heroína o de mantener relaciones sexuales inseguras. A la falta de lógica de la enfermedad, las administraciones añaden la suya, consiguiendo embotellamientos automovilísticos y humanos como los del puente de la Constitución (cines, teatros y salas de conciertos, por muchas medidas que tomen, a pringar).

Por parte del ayuntamiento, su principal contribución a la lucha contra la plaga ha sido eliminar el tradicional belén (progresista, sostenible y con perspectiva de género) de la plaza de Sant Jaume. Gracias, pero tampoco era estrictamente necesario: solía ser tan feo que nadie se paraba a mirarlo y no se formaba ningún tipo de aglomeración.