Entre los políticos, la manía de salvarnos de nosotros mismos es tan antigua como persistente y no hace distingos entre la derecha y la izquierda. El general Franco siempre fue en esa dirección: nos amargaba la existencia, pero se suponía que era por nuestro bien, que no sabíamos en el fondo lo que queríamos ni lo que nos convenía. Jordi Pujol hizo lo mismo. Y ahora es el turno de Ada Colau, alcaldesa de Barcelona, y su pandilla de secuaces sostenibles y con perspectiva de género. La buena mujer ha llegado a la conclusión de que el automóvil es un invento del demonio que contamina la atmósfera y le ha declarado la guerra en nuestra querida ciudad, que pretende llenar de alegres paseantes y aún más alegres ciclistas, patinadores y demás ciudadanos cabales conscientes de que, si seguimos como hasta ahora, nos vamos todos al carajo. No seré yo quien niegue las capacidades contaminantes de los vehículos de motor, pero no sé si afrontarlos con tanta hostilidad es la mejor manera de poner orden en el sindiós circulatorio municipal.

Sobre todo, porque del sindiós de las aceras, el que afecta al transeúnte, no parece preocuparse nadie en la administración Colau. Antes de que el alcalde Maragall se obcecara con la bicicleta, las aceras de Barcelona eran un sitio muy seguro para el peatón. Las cosas estaban muy claras: paseantes por las aceras y vehículos por las calzadas. Los coches no se subían a la acera y los peatones, a no ser que fuesen imbéciles, no cruzaban las calles esquivando coches, motos, camiones y autobuses. Cada uno sabía cuál era su terreno de juego y respetaba el ajeno. Hasta que proliferaron los ciclistas y muchos de ellos, temiendo por su vida, empezaron a circular por las aceras, no les fuesen a atropellar en las calzadas: si alguien tenía que ser atropellado, que fuese el peatón. Han pasado muchos años desde que Maragall era alcalde y las bicicletas siguen subiéndose a las aceras (y saltándose los semáforos), pero a ellas se han sumado los patinetes, los segways y hasta los monociclos circenses. Antes de la pandemia, los únicos que llevaban mascarilla eran los ciclistas, que, de esta manera, además de atropellarte, te recordaban que la polución es un bicho muy malo.

Hace unos días, mi amigo Óscar Tusquets publicó un artículo en el que cargaba sin piedad, con su bombástico estilo habitual, contra los planes de Colau para convertir el Eixample barcelonés en una especie de Arcadia para el paseante, argumentando que ésa nunca había sido la intención del gran Ildefonso Cerdà y que una ciudad como la nuestra no puede prescindir alegremente de los vehículos de cuatro ruedas: además de peatones, Barcelona cuenta con gente que tiene que ir a trabajar a sitios que el transporte público no le pone fácil el acceso, con empresas cuyas camionetas practican la carga y descarga y hasta con sujetos a los que, de vez en cuando, les gustaría sacar a dar una vuelta a esa Lambretta de los años 50, perfectamente conservada, que ya no puede pisar la calle por vieja y contaminante. Toda la política de superilles queda muy bien sobre el papel, pero la puesta en práctica se ha revelado compleja y, en ocasiones, caótica. La ciudad moderna es como es y a lo máximo que podemos aspirar es a humanizarla y a contaminarla lo menos posible (en esa dirección apunta, quiero creer, el coche eléctrico).

Tomarla con el coche es como tomarla con Internet porque alberga contenidos pedófilos, pero eso hace Ada sin disimular lo más mínimo. Es una muestra más de esa visión pueril de la realidad que tienen los comunes, que son ahora, en Barcelona, los encargados de salvar al ciudadano de sí mismo. Dudo que la eliminación de carriles para el tráfico lleve a alguna parte que no sean los atascos sistemáticos. Y me temo que la anunciada ampliación de aceras solo servirá para que haya más bicicletas y patinetes que esquivar para el sufrido peatón. Pero tranquilos, porque todo es por nuestro bien. Lo que nos pasa es que somos unos ignorantes y unos ingratos que no entendemos a visionarios como los que ahora ocupan el consistorio y que solo piensan en potenciar nuestra alegría de vivir: seremos felices, aunque no queramos.