Pocas zonas verdes tenemos en Barcelona porque el proyecto del Ensanche no se llevó a buen puerto tal y como estaba pensado. La especulación urbanística y la corrupción asociada provocaron numerosas modificaciones a un proyecto demasiado avanzado desde un punto de vista tanto técnico como social. A modo de ejemplo del berrinche de la burguesía catalana, el complejo del Hospital de Sant Pau desafía a propósito el orden del Ensanche del Plan Cerdá. Su arquitecto, Domènech i Muntaner, era de la escuela que sostenía que el Ensanche nos lo había impuesto Madrid para jodernos la vida y que era cualquier cosa menos bueno.
Así y todo, pese a carecer de mucho verde, tenemos un parque especialmente interesante, el de la Ciutadella. Otras voces además de la mía, en éstas y en otras páginas, nos hemos quejado sobre el mal estado en que están los edificios y conjuntos escultóricos que adornan el parque. La Fuente de los Niños, de Josep Reynés, por ejemplo, presenta desperfectos bien visibles, con esos gordezuelos amorcitos mutilados y faltos de manos, pies y dedos.
El mismo Domènech i Muntaner, que tanto renegó de la obra del ingeniero Cerdà, construyó un café-restaurante para la Exposición Universal de Barcelona de 1888, que entre 1920 y 2010 funcionó como Museo de Zoología. Antes de cerrarlo, en 1989, le plantaron delante un estanque con chorrito bastante hortera, obra de Cirici y de Bonet, adornado con tres camaleones, que no pega nada con el entorno. Porque el maltrato del parque viene de lejos, ya les digo. En cambio, la escultura contemporánea que rinde homenaje a la Exposición Universal de 1888, obra de Clavé e instalada en 1991, fue un acierto, aunque está tan abandonada como las demás.
La cuestión es que el antiguo museo está recubierto de redes y vallado, no se nos vaya a caer un pedazo encima, y el charco de los camaleones está más días seco que otra cosa. El que fuera Museo de Geología o Museo Martorell, obra de Rovira i Trias, sigue la misma suerte del vallado y el abandono. Pero a uno se le cae el alma a los pies cuando contempla el ya ruinoso Invernadero o Invernáculo, de Amargós. Está que se cae a trozos y cualquier día alguien se apoyará sin querer y provocará un estropicio. El Umbráculo aguanta algo, pero no mucho, mejor. Más allá, de la columna meteorológica pensada por Ricart i Giralt no queda casi nada, tan mal está. Hasta la famosa cascada, cuya hidráulica diseñó Gaudí, presenta roturas y desperfectos serios.
Miedo me dan algunos proyectos que pretenden, simplemente, acabar con el parque, su naturaleza y personalidad, convirtiéndolo en lugar de paso hacia la playa, por ejemplo. El Parque de la Ciutadella, permitan que les diga, tiene una personalidad propia y lo único que tienen que hacer con él es conservarlo, adecentarlo y dejarlo tal y como está, que es una maravilla.
Parte de esa personalidad la obtuvo a principios del siglo XX, cuando estuvo a punto de ser, y casi fue, un parque científico, y de ahí el famoso mamut de Miquel Dalmau, los museos, invernaderos, columnas meteorológicas y demás. Lástima que el plan de don Norberto Font no acabara de cuajar y nos quedásemos sin diplodocus, pero vivimos en tierra de bárbaros. Eso de la ciencia y la cultura se nos da mal, por mucho que el Institut Nova Història afirme que los genios, catalanes todos. Somos más de fútbol y del que inventen ellos, de Unamuno. El Parque de la Ciutadella, conservando su calidad y variedad monumental, podría ser un centro científico o cultural de primer orden, abierto al público y a la ciudad, con esos edificios tan maravillosos y hoy tan abandonados. Con imaginación y voluntad, sin tirar la casa por la ventana.
¿Han visto fotografías o películas de cómo era cuando alcanzó su máximo esplendor, allá por 1920? Y cómo está ahora, por Dios, ¡cómo está! ¿De verdad que Barcelona es capaz de llevar adelante un gran y ambicioso proyecto de ciudad si no sabe ni cuidar lo mejor que tiene? ¿Una capital cultural? ¿Un ejemplo? ¿De qué? ¡Vamos, hombre!
El patrimonio es de todos y la cultura, un bien indispensable. Comienzo a estar hasta las narices del desprecio que las autoridades manifiestan, con sus hechos, tanto a una cosa como a la otra, y de mi censura no se libra nadie, que conste.