Ahora que tenemos unas elecciones a la vista y también de aquí a un par de años en el Ayuntamiento de Barcelona, no estaría de más, aunque fuera por un cierto romanticismo, dirigir una mirada a lo que fue el modelo inspirador de las democracias modernas. El sistema democrático basado en las elecciones es, hoy en día, la base y mecanismo vertebrador de nuestra democracia, y se fundamenta en que el pueblo pueda elegir a sus representantes libremente. Sus elegidos son los que tendrán la responsabilidad de gobernar y administrar los recursos públicos, con la garantía de que los hemos votado. Sin embargo, fue en la antigua Atenas, donde se sentó el precedente que sirvió de base para las actuales democracias contemporáneas.

La antigua Grecia concibió un sistema en el que el pueblo era soberano y al mismo tiempo partícipe de las decisiones políticas que se pudieran llegar a tomar. Un modelo que estableció Pericles, un influyente político en el 400 antes de cristo, y que fue el inspirador de la democracia griega. Pericles definió la idea de que cualquier ciudadano pudiera participar y concurrir en el proceso de elección de los cargos de la administración y de la política. Un procedimiento participativo que se basaba en la insaculación o, dicho de otro modo, en una manera de realizar un sorteo con los nombres de todos aquellos ciudadanos inquietos en ocupar los cargos que estaban establecidos. A tal efecto existía una máquina, llamada Kleroterion. Construida en piedra, disponía de diferentes muescas en las que el azar o la fortuna, gracias a unas bolas con los nombres de los ciudadanos que se presentaban a la elección, determinaban a las personas que ocuparían los cargos requeridos. La suerte decidía en función de donde caía la bola, el ciudadano y el cargo obtenido. Un sistema mediante sorteo, que establecía un modelo de gobierno basado en la estocracia o demarquía, es decir, una democracia sin partidos políticos ni elecciones, en la que los representantes escogidos venían elegidos arbitrariamente como si fuera una lotería.

Ni que decir tiene que, como consecuencia de este sistema de elección, no existían campañas electorales, ni mítines, ni carteles empapelando las ciudades con las caras de los que quieren estar llamados a gobernar. Simplemente era el resultado de un proceso aleatorio y que, gracias al azar y a la fortuna, se ofrecía un espectáculo del agrado de todos los asistentes a dicho evento. Además, con la facultad de que cualquiera podía participar para ser elegido como representante del pueblo.

Ahora bien, si hiciéramos un símil, ¿no juega el azar con nuestro voto cuando pasadas las elecciones el candidato elegido pacta con otras fuerzas políticas o incumple las promesas electorales que estaban en el ideario del programa y que fueron motivo de nuestra elección? Con toda probabilidad, el resultado final de nuestra elección puede ser incierto. O, como mínimo, lo desconocemos de antemano. La antigua maquina griega, este Kleroterion que estuvo usándose más de 400 años con el privilegio de la suerte, nos daría como resultado unos elegidos diferentes a los de los resultados de las elecciones en una democracia constituida por partidos políticos. Sí, es cierto, el Kleroterion con toda su imperfección al dejar al azar la elección de nuestros representantes políticos sería francamente inasumible y desconcertante. Pero eso sí, con un menor coste. Un coste que actualmente viene dado por el desarrollo de las campañas políticas, por la logística en general de todo el proceso electoral, por las subvenciones estatales que se otorgan por cada escaño obtenido... Y además por la financiación de un tanto por ciento muy elevado de los partidos políticos con dinero público.

Seguramente está metáfora comparativa no tiene lugar en los tiempos actuales que vivimos, y francamente tampoco tiene mucha razón de ser. Pero, indiscutiblemente, nos puede hacer pensar.