Leo en El Nacional, el panfleto procesista de Pepe Antich -en el que a veces se cuela alguna noticia-, que la Guardia Urbana ha identificado al que les quemó la furgoneta (con un agente dentro) hace unos días. Se trata de una mujer italiana, de Turín, que lleva tiempo viviendo en Barcelona y dice ser “creadora audiovisual”, signifique eso lo que signifique en alguien que, como ella, parece que se dedica a grabar a grupos musicales alternativos, artistas circenses y devotos del teatro callejero (tres colectivos de los que no hay manera de sacar un euro ni poniendo a sus miembros boca abajo, por cierto). Atiende por Sara Caterina C., tiene 35 años y se supone que es anarquista (por eso llamó a unos colegas de Turín, que colaboraron en su hazaña anti sistema y han acabado haciéndole compañía en el trullo). Descubrir todo esto me ha producido más tristeza que indignación. Si fuese un octogenario suscriptor de La Vanguardia, puede que me diera por enviar una carta al director en la que exigiera la expulsión inmediata de mi querida ciudad de la italiana de marras -iniciativa contra la que no tengo nada, que conste-, pero solo soy un periodista procedente del underground y me he levantado con ánimo franciscano. Así que, al intuir lo que debe ser la existencia de esa infeliz de Sara Caterina C., lo único que se me ocurre decir es “¡Qué vida más triste!”.
Inevitablemente, me pongo a fabular sobre los antecedentes de Sara Caterina C. y no me cuesta nada imaginar a una adolescente a la que le gusta el cine y atisba un futuro en el sector audiovisual. Igual la interfecta es tonta de capirote, el equivalente turinés de las chicas de la CUP, pero prefiero pensar que fue una idealista que se perdió por el camino, que se juntó con quien no debía, que se vino a Barcelona en busca de algo que no encontró, que el audiovisual se redujo para ella a grabaciones de grupos cutres de música, circo o teatro. Intuyo que se fue amargando mientras sobrevivía como podía. Hasta que una noche, con 35 tacos a la espalda, culminó una trayectoria absurda y desgraciada con una gamberrada igualmente absurda y desgraciada (además de criminal). Todo esto, claro está, es mera suposición poética. Igual la turinesa es un zapato modelo CUP que solo se presta a mis ensoñaciones melancólicas porque hoy me he levantado sensible.
Decía el cineasta norteamericano Paul Schrader que, a la hora de quitarse de en medio, sus compatriotas y los japoneses escogían métodos opuestos: el oriental cerraba la ventana y se suicidaba; el occidental, abría la ventana y empezaba a disparar contra todo lo que se movía hasta que lo abatía la policía. La vida de Sara Caterina C., que presumo triste y cargada de frustraciones, termina, de momento, a la manera americana. No se le ocurrió nada mejor, a la hora de encontrarle un sentido a su existencia, que intentar quemar vivo a un agente de la Guardia Urbana de una ciudad que no era la suya. En el momento, debió parecerle una especie de liberación. Más le hubiera valido la vía oriental, que, en este caso, podría haberse reducido a emborracharse y dormir la mona, pero le pudo el espectáculo, la épica, la lucha por no se sabe muy bien qué. Espero que aproveche la estancia entre rejas para reflexionar un poco y trazar algún plan razonable para cuando la suelten. Si a los 35 estaba grabando un material que no interesaba a nadie, es poco probable que su futuro artístico sea muy brillante, pero siempre puede volver a Turín y, no sé, meterse a monja o cuidar ancianos o limpiar leproserías. Las ansias de trascendencia están muy bien, siempre que las enfoques en la dirección adecuada.