Hace unos días, un patinete que circulaba a una velocidad excesiva se llevó por delante en la calle Aragó a una señora que intentaba subirse a un taxi. Cada vez que pasa una cosa de estas, algunos nos damos cuenta de que la vida del peatón en Barcelona está expuesta a riesgos excesivos en los que las autoridades no parecen reparar nunca. Ya sé que es inútil oponerse al progreso y que la bicicleta, primero, y el patinete eléctrico, después, son dos medios de transporte alternativo con los que hay que convivir, sobre todo si tenemos en cuenta que contaminan menos que los coches y las motos, pero a veces uno echa de menos aquellos tiempos anteriores al alcalde Maragall —un genuino obseso de la bicicleta, antes del cual ningún mandamás de la ciudad se había parado a pensar en ella— en los que solo había peatones y coches y cada colectivo circulaba por el sitio que se le había asignado —acera y calzada— sin meterse donde no debía. Era como la cohabitación entre seres humanos y osos en esas zonas del mundo en las que una línea invisible, generalmente cercana a un bosque, constituye una frontera que no cruzan ni unos, por miedo a ser devorados por los plantígrados, ni otros, por temor a que los crujan a balazos los humanos. Así se vivía en la cutre Barcelona pre olímpica, aunque a los más jóvenes les cueste creerlo.
El advenimiento de la bicicleta fue acogido como una muestra de progreso y sostenibilidad, aunque en seguida vimos que abundaban los sociópatas entre los integrantes del nuevo colectivo. Gente que, por desplazarse en bici, se consideraba bendecida por un halo de santidad que le permitía subirse a las aceras, circular a velocidades excesivas y, si se terciaba, liarse a tortas con el ciudadano al que habían estado a punto de atropellar y que, en justa reciprocidad, les mentaba la madre. Ya sabíamos que Barcelona no era Berlín, donde los ciclistas eran un ejemplo de civismo, como los okupas, sino una ciudad del sur de Europa con tendencia a la desobediencia civil y a hacer de su capa un sayo en cualquier circunstancia. Pero si te quejabas de los problemas que causaban ciertos ciclistas, te caía el sambenito de facha: eran un colectivo angelical al que había que defender y justificar en cualquier circunstancia. Por eso, los diferentes ayuntamientos nunca hicieron el menor intento de meterlos en vereda.
Con el tiempo —y la conversión de Barcelona en inmensa y rentable trampa para turistas—, a la bicicleta se le añadieron nuevos y peligrosos vehículos cuya circulación tampoco se molestó nadie en regular. Así pues, los nuevos paladines de la sostenibilidad y el ecologismo empezaron a circular por donde les salía de las narices, refugiándose a menudo en las aceras porque las calzadas iban llenas de coches y camiones, que si te pillan te hacen pupa: mucho mejor ser tú el fuerte y si te llevas por delante a un peatón, pues qué se le va a hacer, que se compre un patinete o que le den.
La señora atropellada del otro día es el ejemplo más reciente de lo mal que se ha organizado la convivencia entre personas y vehículos no contaminantes en nuestra querida ciudad. El Ayuntamiento se disculpa echándole el (casi) muerto encima al que conducía el patinete, quien, ciertamente, iba a una velocidad excesiva. Otros la toman con esos carriles bici improvisados de cualquier manera por la administración Colau y que la gente debe cruzar obligatoriamente para coger un taxi, subir al autobús o tirar la basura (los contenedores son insuperables para que el ciclista o patinador de turno no vea si alguien se cuela en el carril, por cierto). Y los unos por los otros, la casa sin barrer.
En las habituales discusiones municipales sobre los vehículos contaminantes y los nuevos medios de transporte, observo que hay un elemento que falta y en el que nadie parece pensar: el peatón, que no sale nunca en las disquisiciones sobre coches, bicicletas y patinetes. Es como si no fueses nadie si no vas montado en algún vehículo. Digo yo que, aunque solo sea para celebrar como se merece el 200 aniversario del nacimiento de Baudelaire, ya iría siendo hora de pensar un poquito en nosotros, los flaneurs. O, sin recurrir a la poesía, en los que vamos andando a todas partes, tanto da si tenemos un destino como si nos dedicamos a papar moscas o a observar la ciudad sin prisa y sin pausa. Aunque solo sea porque las bicicletas y los patinetes no tienen derecho a voto.