Cada año, por estas fechas, a Ada Colau le da el pronto republicano y clama discretamente por la abolición de la monarquía. Lo recordé el otro día, al acceder a mi edificio y encontrarme en la parte interior de la puerta un pasquín del ayuntamiento que informaba a los vecinos de que se cumplían 90 años de la proclamación de la República y que, por consiguiente, la administración Colau se iba a gastar algunos de nuestros mejores euros en celebrarlo convenientemente. Para echar un poco más de leña al fuego, Ada se ha permitido unos comentarios displicentes sobre la manía del PSOE de no cuestionar la monarquía parlamentaria y hasta ha distinguido entre las élites del partido (gentuza del régimen del 78, ya se sabe) y el honrado votante socialista que, como ella sabe de buena tinta, anhela la instauración de la República.
No sé ustedes, pero uno empieza a estar ya un poco aburrido de esa idealización del período republicano, al que la gente como Ada le ve todas las gracias mientras no le ve ninguna al largo lapso de (relativas) paz y tranquilidad que llevamos disfrutando (algunos) desde la tan denostada transición. En un país como España, el hecho de que llevemos casi 50 años sin matarnos mutuamente se me antoja un motivo de celebración más razonable que el de rendir permanentemente homenaje a unos años convulsos, aunque cargados de buena intención en determinados sectores (excluyo, entre otros, a los anarquistas que se subieron a la chepa de Companys), que acabaron como el rosario de la aurora y dieron paso a 40 años de dictadura. No tengo la impresión de que la República sea un anhelo generalizado entre los barceloneses, los catalanes y los españoles, quienes, en general, solo aspiran a que las cosas funcionen razonablemente bien y a que se les deje en paz. La fijación republicana es una manía privativa de las elites políticas, en especial de esa engañifa que conocemos como “Nueva izquierda” y que de nueva tiene tan poco como, a menudo, de izquierda.
No creo que nuestro ayuntamiento despilfarre en exceso con las celebraciones republicanas – a las que se sumarán los lazis con el niño barbudo que quiere presidir la Generalitat a la cabeza-, pero no deja de ser otro brindis al sol de esos a los que tan dados somos en Barcelona. Y tampoco nos sobra el dinero. Los disturbios tras el encierro de Pablo Hasél causaron daños valorados en más de un millón de euros que también va a salir de nuestros bolsillos, pues hay mucho contenedor que reponer (ha desaparecido el de la esquina de casa, donde me deshacía de los periódicos viejos, sin ir más lejos) y mucha cristalería que sustituir. A todo esto, no se sabe muy bien si el ayuntamiento piensa personarse como acusación particular contra los vándalos o si considera que la quema de una furgona de la Guardia Urbana solo es una chiquillada sin importancia. Del señor Hasél, a todo esto, nunca más se supo. Justo ahora que le caen 16 meses más de talego por no sé qué otra salida de pata de banco de las suyas, sus fans no dicen ni pío (que aprenda de Valtonyc, que se ha colocado de técnico informático en la Casa de la República y seguro que ya ha pillado gratis ese carné de bambú que promocionan Puigdemont y Comín y que no sirve para nada, pero mola entre lazis).
Entre reponer contenedores y celebrar actos inevitablemente kitsch, uno es partidario de lo primero, lo cual intuyo que me acredita como facha a ojos del colauismo (impresión confirmada por mi falta de entusiasmo por el advenimiento de la República). Debe faltarme aliento épico, pues me conformo con pasear por mi ciudad sin que me atropelle un patinete. Algunos barceloneses no tenemos arreglo.