No sé si se acordarán, pero Los Rodríguez tenían una canción, Dulce condena, cuyo estribillo decía: "no importa el problema, no importa la solución…". Sobre este particular gira toda la filosofía de Ludwig Wittgenstein, tanto en su primera como en su segunda etapa, pues el bueno de Ludwig sostenía que los problemas filosóficos no existen. Según su punto de vista original, todo problema, para ser problema, ha de tener solución; si no la tiene, no puede ser un problema, pues carecería de sentido que lo fuera. Dicho de otra manera, si una pregunta no tiene respuesta, ¿para qué preguntas?
Cuando, en una reunión entre supuestos amigos alrededor de un té con galletitas, Karl Popper soltó que claro que existen los problemas filosóficos, que a dónde vas a parar, si no, Wittgenstein se lo tomó a mal, agarró el atizador de la chimenea y saltó sobre su compatriota con voluntad de romperle la crisma. El incidente no pasó a mayores porque corrieron a separarlos, pero vengan luego a decirme que la historia de la filosofía no es divertida.
Cuestiones filosóficas aparte, vienen las cuestiones políticas, que son las que se plantea la sociedad, consciente de serlo. La sociedad tiene problemas, quién no los tiene, y se supone que el ejercicio de la política consiste en dar con alguna solución, escoger entre varias soluciones o arreglárselas para convivir con algo que no tiene remedio. Para ello se discute, que viene de discutere, en latín, que significa resolver un problema o disipar una duda. Se hace conjuntamente, contrastando argumentos, examinando la cuestión con detenimiento. Cierto: no siempre se llegará a un acuerdo entre las partes, pero la posición del otro será tenida en cuenta y la separación de poderes está ahí para que nadie abuse de su posición de predominio. Eso es discutir. Eso es política. Lo otro es pelea.
Ahora díganme si Cristina Casol, toda una diputada en el Parlament de Cataluña, qué vergüenza me da, cuando se pregunta que cómo es posible que en TV3 den cancha al fascismo porque se les ha ocurrido entrevistar al escritor Javier Cercas, que no es de su cuerda, díganme, decía, si esta mujer discute o hace el imbécil. En mi modesta opinión, es peor todavía: hace daño.
Otros destacados líderes del procés, que ya no merece ni la mayúscula, también vomitaron por su boca palabras indignas. Entre ellos un "periodista" de TV3 y Catalunya Ràdio, Enric Calpena, o el señor Boye, abogado tanto de Puigdemont como de varios terroristas y narcotraficantes. Suma y sigue, porque se orquestó y se dio salida a una avalancha de insultos cuya única finalidad es el acoso y derribo de aquel que tenga la osadía de manifestarse en desacuerdo con su tontería.
Esa chusma, pues no merece otro nombre, ha actuado otras veces de manera semejante. En propiedad, son todos unos idiotas, porque idiota era, en la antigua Grecia, quien se desentendía de los asuntos de Estado, de la política. Son idiotas, con todas las letras, porque esto no es política, sino, insisto, ganas de hacer daño. No es más que una demostración de fuerza de una secta intransigente, que se da aires de superioridad sea mediante la firme creencia de que los demás somos una mierda, sea arrogándose el papel de víctimas de imaginarias infamias. Pues no, ya vale.
Podemos discutir la calidad literaria de la obra de Cercas o sus opiniones sobre política, pero no podemos echarlo a los perros porque no comulga con nuestra religión. Esos que ladran demuestran que no importan los problemas ni importan los soluciones, que sólo importa que nadie más que ellos pueda alzar la voz. Y no. Ya vale.
¡Anda que no tenemos problemas! Pero ¿cuánto tiempo llevamos instalados en la negación de los mismos, obcecados con fantasías delirantes que, ya lo hemos visto, no hacen más que alimentar a la bestia? Podemos discutir, pero no seamos idiotas, por favor, que no está el tiempo para tonterías.