Se resume, medio en broma y medio en serio, que la libertad de expresión sexual comenzó a finales de los años setenta e inicios de los ochenta del siglo pasado. Fue cuando el diario conservador ABC publicó sus primeros anuncios de masajistas más o menos ambiguas. Inmediatamente, masajistas de diversas modalidades iniciaron campañas de prensa para diferenciarse y que no se confundiese a una podóloga, una quiro-masajista o una practicante de alguna de las once tipologías catalogadas de masajes con las especializadas en las partes anatómicas más íntimas y placenteras.
De poco han servido, al parecer, tanta libertad y libertinaje cuando pasados tantos años y avances sexológicos una manada de hembras fascistas disfrazadas de abolicionistas progresistas la emprenden contra Vicky, una masajista erótica de Barcelona. La señalan por su profesión, marcan su portería, su ascensor, su piso, la intimidan y le cuelgan carteles contra la prostitución. En espera de nuevas amenazas o de algún acto de violencia directa, Vicky reivindica que se dedica a su oficio porque es una mujer libre, que nadie la obliga a hacer lo que hace, que le gusta, que es feminista y que ni hay ni necesita ningún chulo ni proxeneta en su vida.
Si todo esto ocurriese en la Vetusta Oviedo del siglo XIX, donde mandaban los curas y uno de ellos acosó a la Regenta, parecería una novela. Pero no. Pasa en la Barcelona de hoy. En la ciudad históricamente tolerante que fue rebautizada como la Sodoma y Gomorra de Europa cuando desembarcaron en el Barrio Chino y en el Paralelo los primeros periodistas y novelistas extranjeros. La ciudad portuaria que, desde hace siglos, albergó en la iglesia de San Agustín (barrio del Raval) a la Virgen de las Virtudes, textualmente: “venerada por las mujeres de vida extraviada, por las que habían huido del marido, por las que vivían amancebadas y por las que se dedicaban a la vida libre sin ser mujeres de burdel”. Pero las matonas que hostigan a Vicky no respetan ni la fe de aquellas antepasadas barcelonesas ni a las mujeres de ahora, lo cual las convierte en represoras tan patriarcales como aquellos clérigos, inquisidores y maridos de los que había que huir.
Las hostigadoras de Vicky no son abolicionistas, sino la antítesis totalitaria de las personas que defienden el abolicionismo, de las que prefieren la regulación del oficio sexual, de las que abogan por la tolerancia y de las que optan por dejar hacer y dejar pasar porque hay asuntos humanos que no tienen enmienda y la oferta y la demanda siempre se regulan solas. Enemigas de todas estas ideas respetables y de la libertad absoluta del género femenino, son también unas cobardes fanáticas que sólo se atreven a perseguir a las mujeres masajistas y no plantan cara a la clientela. Una clientela compuesta por personas, no exclusivamente masculinas, que pagan por lo que en chino fino se llama un masaje con final feliz. Y que, según otra leyenda erótica barcelonesa, duele menos que algunos duros tratamientos fisioterapéuticos.