El Ayuntamiento de Barcelona ha procedido a reducir de una forma drástica el espacio destinado al tráfico de automóviles. Se trata de una medida que busca, junto a la implantación al fin de las Zonas de Bajas Emisiones, reducir el número de vehículos que circulan y también la contaminación en la ciudad. El resultado no es un éxito porque hay menos espacio para el coche, sí, pero no hay menos coches ni menos furgonetas. De momento, lo que se ha conseguido es un tráfico más denso, más atascos, más contaminación. Y mayor tiempo en los recorridos con el consiguiente aumento de tensión entre los conductores. Quizás haya que esperar. De ser ciertas las previsiones de los expertos en movilidad, el tráfico tiende siempre a autorregularse, de modo que dentro de un tiempo las medidas habrán alcanzado su objetivo y circularán menos automóviles por las calles de Barcelona. Por ahora, eso no pasa. Vamos a la perdición.

Esta misma semana se han hecho públicos un par de estudios que analizan la movilidad urbana. El primero, a cargo de Esade, señala que la mera restricción a los vehículos contaminantes no es el mejor sistema para reducir la contaminación. A juzgar por los análisis de lo ocurrido en diversas ciudades europeas, el método más eficaz es el peaje urbano. Es probable que sea cierto. Pero no estaría de más comprobar qué ocurre con las dos medidas combinadas. Tres si se añade el impuesto aprobado por el Gobierno catalán.

El Ayuntamiento de Barcelona sopesa la posibilidad de establecer una especie de tasa para los vehículos de reparto de compras online. Es otra medida, pero conviene tener presente que una decisión así afecta a la actividad económica mucho más que la reducción del vehículo privado. Por ahora, el consistorio se ha mostrado muy tímido en las limitaciones del aparcamiento. También con la indisciplina viaria, de modo que, al final, las furgonetas acaban ocupando el espacio del peatón, después de haber invadido el reservado a los autobuses. Combatir el reparto urbano parece complicado: no sólo se distribuyen mercancías a domicilio, también a las tiendas de proximidad con espacio reducido debido a la carestía de los alquileres. Y aumentar el volumen de los vehículos ha demostrado ser una solución pésima porque las calles no crecen. El coche privado, en cambio, es fácilmente reemplazable por el transporte público. A condición de que se potencie y se haga respetar el carril bus, cosa que ahora no ocurre. De momento, el consistorio ha destinado al peatón carriles antes ocupados por los coches, pero sigue permitiendo que las aceras se llenen de motos aparcadas (además de las bicicletas y patinetes que las usan como pista de carreras). Quizás hubiera sido bueno empezar por vaciar antes las aceras. Pues ni antes, ni después. Se expulsa al peatón de una zona supuestamente que era suya (es un decir) y se le arroja a un espacio inusual. Y es que hacer cumplir la ley es menos vistoso que pintar la ciudad de colorines.

Dice Joan Subirats, primer teniente de alcalde, que se trata de medidas reversibles. Tiene razón. Despejar las aceras de vehículos, también, aunque convendría que no se revirtiera algo sí, si alguna vez se hace.

El segundo de los informes ha sido elaborado por Ecologistes en Acció y es una amplia encuesta sobre la movilidad en los municipios de más de 50.000 habitantes. Señala algo obvio para cualquiera que se mueva por Barcelona: la pandemia ha hecho caer el uso del metro (42%) y del autobús (43%), pero no el del coche privado (apenas una reducción del 0,09%). La ciudadanía ha dejado de utilizar estos medios porque no se fía. Muchos encuestados echan en falta la existencia de un registro visible que señale la frecuencia de limpieza del vehículo. Tampoco controla nadie el número de pasajeros, de modo que en horas punta (ya casi todas las horas son punta en Barcelona) presentan una alta y preocupante ocupación, con el riesgo de que alguien respire en el cogote ajeno. Está bien que no pueda haber reuniones de más de seis personas en una terraza, pero eso se compadece mal con un autobús lleno en el que ni siquiera hay asientos anulados. En el metro la cosa se complica por la falta de ventilación.

El resultado es el incremento del uso del coche privado que la gente percibe como más seguro, al menos en lo relativo al virus. Pero eso tiene como consecuencia inevitable el aumento del tráfico y de la contaminación.

Así está hoy Barcelona: llena de coches, de bocinazos y otros ruidos, de humos pestilentes, de tensión. De gente que no es mala gente pero que poco a poco se va convirtiendo, como la vaca de Pere Quart, en gente que no es ciega y se va cargando de la mala leche.