Aún no han expirado todos los peajes cuando el Gobierno anuncia su intención de extenderlos, no ya a las autopistas, sino al conjunto de las carreteras, aunque a la baja y de forma escalonada: primero a las vías de alta capacidad (autopistas y autovías) y luego al resto de la red. El objetivo es mejorar la recaudación del Estado gravando un medio de transporte que contamina y sale caro. Hacer una carretera y mantenerla es carísimo, especialmente en un país tan montañoso como España. La ciudad de Barcelona lo sabe bien: se halla en una especie de hoya rodeada por la cordillera litoral de la que sólo se puede salir bordeándola. Atravesar Collserola es muy complicado. Hay un túnel (el de Vallvidrera) pero los túneles tienen mala prensa, de modo que el que hubiera tenido que cruzar el Tibidabo (el túnel de Horta) para salir a Cerdanyola nunca ha pasado de proyecto. Ni siquiera cuando Iniciativa sugirió convertirlo en ferroviario o que pudiera tener un uso mixto (coches y trenes).

El gran ingeniero que fue Albert Serratosa (Barcelona 1927-2015) comentaba con frecuencia que si Collserola fuera un río, seguro que se habrían construido varios puentes. Con los túneles, en cambio, todo han sido problemas. Y es que su construcción es muy costosa. También medioambientalmente. La mayoría de los que utilizan los barceloneses se hallan incorporados a infraestructuras de peaje: varios en la autopista de Sitges, otros tantos en la zona norte de la del Maresme y algunos en la autopista que prolonga el túnel de Vallvidrera. Hay también túneles ferroviarios pero, comparativamente (y excluyendo los urbanos), son muchos menos: algunos en la línea del Garraf y luego ya en la de La Garriga, Vic y Puigcerdà, zona especialmente montañosa que espera desde tiempo inmemorial el desdoblamiento de la vía férrea.

Los peajes concitan un rechazo casi universal pero, dado que el dinero es un bien escaso, cabe preguntarse: ¿qué es preferible: dejar de cobrar peajes o mejorar la línea de Vic desdoblando la vía? Dicho en plata: si hubiera dinero, ¿qué sería mejor? ¿Dedicarlo al vehículo privado o al transporte público? La respuesta no puede ser que a las dos cosas porque eso supondría una elevación tal de los impuestos que podría provocar las algaradas que se viven estos días en Colombia.

Un informe de la Asociación Española de la Carretera fechado en 2020 sostiene que el déficit acumulado por la falta de mantenimiento en la red pública (en años de gobierno del PP, que ahora se queja) asciende a unos 7.500 millones de euros, lo que ha comportado un aumento de emisiones de gases equivalente a unos 25 millones de toneladas de dióxido de carbono.

De todas formas, el verdadero problema del tráfico en Barcelona no está en sus calles sino en sus accesos. ¿Tiene sentido ampliar los carriles de esos accesos, aumentando las emisiones y machacando el territorio  o es preferible potenciar el transporte público?

Se puede ir más allá: ¿Tiene sentido mantener el intenso tráfico de camiones que recorren el litoral mediterráneo desde Huelva hasta Portbou o sería preferible y a la larga más barato habilitar una vía ferroviaria que eliminara buena parte de ese tráfico y redujera el coste del transporte? El coste real y el coste social, porque la carretera, conviene no olvidarlo, se cobra muchas vidas al año. Sobre todo si se compara con el tren.

Un corredor ferroviario por el litoral mediterráneo convertiría a los puertos de Algeciras, Valencia y Barcelona en serios competidores de los puertos de Marsella y Génova y, especialmente, de los del mar del Norte, mucho más lejos del canal de Suez, por donde llega a Europa buena parte del tráfico marítimo procedente de Asia.

Los peajes nadie los quiere, sobre todo porque han sido explotados por empresas privadas que han obtenido enormes beneficios. En sus consejos de administración se han sentado agradecidos ex ministros y ex consejeros del gobierno catalán. Pero si ese dinero hubiera servido para reducir los impuestos, ¿qué opinaría sobre los peajes el campesino residente en El Pallars que ni tiene ni ha tenido nunca una autopista ni una autovía y difícilmente la tendrá? ¿Por qué hay que pagar las carreteras con los impuestos de la señora María o del señor Quimet, ambos vecinos imaginarios del Raval, que no tienen coche?

Salvo en Madrid, donde la libertad es absoluta y cualquiera puede tener un piso de 400 metros cuadrados y luego tomarse unas cañas, aunque no tenga dinero, en el resto del mundo la libertad es paralela al capital del que se dispone. Los ricos tienen más y los pobres, menos. Se puede cambiar el modelo, pero esa no es la discusión presente. De la relación entre libertad y economía no parece querer hablar ni la izquierda. Y así le va.