Lo de Ada Colau con el Hermitage cada día parece más algo personal: es como si hubiera decidido que ese museo solo se podrá construir en Barcelona sobre su cadáver (no sé si político o literal). La secunda Janet Sanz, que también parece haber convertido en un cassus belli la franquicia barcelonesa de la célebre pinacoteca rusa, aunque es posible que los problemas judiciales que se le vienen encima por un quítame allá esa mansión okupada no le permitan dedicarle al tema todo el tiempo que desearía. Ada ya ha dicho que mira con mejores ojos una cosa llamada European Urban Tech que podría construirse en el solar reservado para el museo y que, según ella, le sería de mucha más utilidad a la ciudad por las innovaciones tecnológicas aplicadas al urbanismo que promete su pomposo nombre. Ante la insistencia de las autoridades portuarias, Ada dice que no le metan prisa, que aún le está dando vueltas al asunto y que igual es mejor que el nuevo gobierno cambie a la mandamás del puerto, la señora Conesa, por alguien con quien le apetezca más hablar. Collboni contraataca con esa joint venture cultural urdida por el Hermitage y el Liceu. Y con esas 85 asociaciones que se han manifestado a favor de la franquicia en el lugar previsto. No sé si Ada ha tomado en cuenta la propuesta que hacía el otro día en La Vanguardia el publicista Luís Bassat de colocar el museo ruso en una plaza de toros, pero no sería de extrañar, ya que se trata de una de esas ideas de bombero que permiten hacerse el progresista, el intelectual, el animalista y el humanista de una sola tacada.
Los partidarios de Colau suelen aludir al origen supuestamente turbio de los fondos económicos que promueven el Hermitage barcelonés, así como al riesgo de que si no se retrata en taquilla la suficiente gente, tenga que hacerse cargo de la ruinilla el Ayuntamiento. Pero supongo que esa teoría ya corría cuando Jorge Wagensberg dio el visto bueno al proyecto hace años y que el hombre, que fue lo más parecido a un sabio que uno haya conocido en su vida, la desechó en aras de una iniciativa que se le antojaba muy razonable para una ciudad como la nuestra. Y a la hora de escoger criterios, el del difunto señor Wagensberg me resulta mucho más fiable que el de la señora Colau (del de la señora Sanz prefiero no decir nada).
El último capítulo de esta historia interminable es la nueva demora de la alcaldesa a la hora de tomar una decisión sobre el Hermitage. La cosa, insisto, empieza a parecer una obsesión personal cuyos motivos, francamente, no acabo de entender. Porque no puede tratarse de alergia a bellos edificios junto al mar trufados de obras de arte, ¿verdad?