Puede que suene a idea de bombero lo que les voy a decir –teniendo en cuenta el buen tiempo y las ganas de calle que tiene todo el mundo con lo de la pandemia–, pero creo sinceramente que una de las cosas más razonables que se puede hacer hoy día en Barcelona es meterse en los cines Balmes (y alguno que otro más: consultar cartelera) y tragarse de nuevo (o descubrir) en pantalla grande las ocho películas del gran David Lynch que se reestrenan estos días en nuestra querida y decadente ciudad. Ocho largometrajes en total y una ausencia muy lamentable, la del último largometraje de nuestro hombre, Inland Empire, un experimento delirante e incomprensible, pero no por ello menos fascinante: ni el director, ni los actores ni el público sabían qué se les estaba explicando, pero daba igual, bastante con sumergirse en aquella adorable chaladura audiovisual para sentirse transportado a una realidad (o irrealidad) paralela en la que, casi, te entraban ganas de quedarte a vivir.
Dejando aparte tan molesta ausencia, el material que se exhibe en los Balmes es fantástico y abarca desde Eraserhead (que vi en un cine de Nueva York en 1980 y salí totalmente turulato) hasta Mulholland drive (que entendí, o creí entender, tras el tercer visionado, aunque no estoy del todo seguro). Por en medio, El hombre elefante (vista en Los Ángeles en 1981, unos días antes de entrevistar a Lynch para El País a medias con mi amigo José María Martí Font: nunca olvidaré la visita a aquellos Zoetrope Studios de Francis Coppola, situados en el centro de Hollywood, que se fueron al carajo poco después, tras la ruina que le supuso al maestro su incomprendida –y luego reivindicada– One from the heart).
Aunque todas las películas de Lynch me gustan –la única a la que no le acabé de pillar el punto fue a The Straight story, tal vez porque me pareció que la podría haber dirigido cualquier otro–, siento una especial predilección por Lost highway, aquella pesadilla que arranca con la voz de David Bowie cantando I´m deranged y en la que Bill Pullman se convierte en Balthazar Getty sin que se nos dé ninguna explicación ni nos importe lo más mínimo (eso solo lo había logrado Buñuel con Ese oscuro objeto del deseo, donde Angela Molina y Carole Bouquet se turnaban para interpretar a la protagonista). Creo que es la película de Lynch que he visto más veces, y aunque a día de hoy sigo sin entenderla, no me importa, pues cada visionado me aporta nuevas sugerencias, nuevas inquietudes, nuevas explosiones cerebrales.
Me consta que hay gente que no soporta al señor Lynch, entre ellos, algún notable crítico cinematográfico que considera que ese señor canoso de Montana trata de tomarle el pelo con cada una de sus películas (menos The Straight story, que la podía entender hasta Paquirrín, aunque igual se hubiera quedado frito a media proyección), pero yo le adoro. Me ha hecho compañía, me ha hecho pensar, me ha hecho trasladarme a adorables mundos de pesadilla –Blue velvet es otra de mis favoritas, con aquel Dennis Hopper demencial y Roy Orbison cantando In dreams–, me ha hecho estallar el coco de una manera tan especial como adictiva. Por eso lamento que ya no ruede nada, aunque entiendo que él no haga concesiones y que los productores lo ignoren: Inland Empire era una obra más para museos y galerías de arte que para cines; solo en Barcelona, se estrenó en más salas que en todo Estados Unidos, donde solo se proyectaron sendas copias en Nueva York y Los Ángeles).
Me temo que este tipo de artista cinematográfico está desapareciendo a la misma velocidad que los locales en que se deberían proyectar sus películas. Por eso, creo que no volveré al cine hasta que Leos Carax estrene esa película que ha rodado con los Sparks y que se presenta en Cannes (su anterior largometraje, Holy motors, es de lo último que me provocó el anhelado pasmo narrativo que casi siempre me proporcionaba Lynch). Y no descarto dejarme caer por los Balmes, aunque tengo todas esas películas en DVD. Con lo que me aburro desde hace tiempo en mi querida ciudad, no sé si me puedo permitir desperdiciar la oportunidad de sumergirme de nuevo, y a lo grande, en el maravilloso mundo atroz de David Lynch. Sobre todo, porque sé que el que me espera a la salida de la sala no se habrá movido ni un centímetro: un pequeño desplazamiento dentro del exilio interior no creo que me haga ningún daño. Y a ustedes tampoco. A fin de cuentas, el manicomio lynchiano es mucho más estimulante que el que da título a esta sección.