Desde hace tiempo, los expertos en movilidad del Ayuntamiento de Barcelona sostienen la teoría de que el peligro es un elemento moderador del tráfico. Los carriles estrechos consiguen que los conductores moderen la velocidad, mientras que los carriles anchos la estimulan. Hay, sin embargo, quienes defienden una tesis contraria. Por ejemplo, Aldous Huxley. Reflexionando sobre las consecuencias de las drogas adictivas, incluía entre ellas la velocidad; la única, por cierto que, salvo casos extremos, no dejaba secuelas físicas para el día siguiente.
Los motivos por los que los estrategas municipales creen que la gente corre menos si percibe una situación de riesgo son fáciles de comprender: la estrechez aumenta la probabilidad de un roce con otro vehículo. Es decir, dispara el miedo: al accidente y a la pérdida de tiempo. Y el miedo es un gran factor en cualquier tipo de política, incluida la del tráfico. Hasta hace poco, el miedo era utilizado, y lo sigue siendo, sistemáticamente, por las derechas. La política antiterrorista explota el miedo, del mismo modo que el miedo al futuro, la incertidumbre, es utilizado para fomentar los planes de pensiones o los seguros médicos. El miedo al otro es el eje de las proclamas xenófobas que, visto está, tienen un notable éxito.
Que la izquierda se abone a las políticas del miedo es un método como cualquier otro de hacerle el caldo gordo a las derechas. Cuando la izquierda se pone a practicar políticas de derechas, sea en materia de inmigración o laboral, lo que de verdad hace es abrir el camino a la derecha porque si se trata de reprimir derechos y libertades es difícil competir con ella. El ciudadano acabará siempre votando a la opción más genuina. Por ejemplo, si se desea hundir la educación, pública o no, los candidatos ideales son los que odian las aulas: Pablo Casado, Cristina Cifuentes.
En el caso de la movilidad barcelonesa, el consistorio sigue a rajatabla la política del miedo: miedo al topetazo, a la multa, a perder puntos… La última innovación es el aparcamiento en el centro de las calles que juega con el peligro de forma absoluta. El coche se convierte en una isla rodeada de tráfico peligroso por todas partes. Si sus ocupantes salen por el lado del conductor, allí les acechan las bicicletas y los patinetes, supuestamente regulados pero que en realidad se mueven a su antojo. Si la cosa va mal: un golpe de padre y muy señor mío; si va bien, sólo la puerta reventada. Si se sale por el lado del acompañante, el peligro amenaza en forma de vehículo a motor, más potente que los de dos ruedas aunque no siempre más veloz. En cualquiera de los casos, el elemento que acompaña al usuario del coche es el miedo a ser atropellado. El ciclista está en riesgo permanente.
Es evidente que el consistorio no se ha atrevido a reducir el aparcamiento en superficie como elemento disuasorio en su política para disminuir el tráfico contaminante en la ciudad y ha optado por el miedo como factor autorregulado, aunque la explicación que se da para estos carriles no sea ésta. Se pretende que se han instalado el aparcamiento en el centro de la calzada para poder dejar a los ciclistas una zona protegida mitad por las aceras mitad por los mismos coches aparcados que se convierten así en una barrera. Pero los resultados son curiosos. Por ejemplo, los contenedores de la basura se han colocado en la misma hilera de los aparcamientos lo que hace que los peatones de todas las edades deban bajar de la acera y colocarse en mitad del espacio reservado a bicicletas y patinetes, con el riesgo que esto supone. Eso sí, dada su vocación pictórica, el Ayuntamiento ha tenido a bien pintar la zona aledaña a las basuras con unas cuadrículas blancas que tienen el mismo efecto protector que tenían en las guerras los escapularios del “detente bala”. Claro que en esos casos se cuenta con el factor añadido del miedo que da meterse en los velódromos. Y el miedo siempre guarda la viña y hace que, en caso de duda, se lance la bolsa de las basuras de diversos tipos en plan baloncestista. Si no entra, se convierte en paisaje urbano o en obra de arte, si uno tiene la creatividad de Duchamp.