El bufón no es poderoso, pero está próximo al poder. Su oficio es, al menos en apariencia, hacer reír, sea con gracias o desgracias, haciendo el tonto o de infinitas maneras. Si nos quedamos en la superficie, nos costará distinguir al bufón del pelota, el trepa o el correveidile, aunque el oficio de estos otros personajes no es provocar la risa, sino reír las gracias del poderoso y alimentar su vanidad con halagos. He ahí por qué el bufón es tan importante. El bufón tiene la licencia —es más, el deber— de decir aquello que nadie más se atreve a decir, a reírse de quien no tolera sufrir burla, a señalar emperadores desnudos.

Kant dedicó un ensayo a la defensa de la libertad de expresión. Sostenía que la libertad de expresión es el principal derecho, el más importante. Si no existiera la libertad de expresión, ¿cómo podrían conocerse los abusos del poder? La principal función de la libertad de expresión no es decir lo que a uno le venga en gana, sino poder mostrar al público una verdad que no siempre es agradable, que ofenderá a más de uno. A partir de esta premisa, podemos sumar matices y disquisiciones, y comprobar que los límites de la libertad de expresión —pues, como toda libertad civil, tiene sus límites— pueden ser sutiles e imprecisos.

Por eso, en aquellas antiguas cortes europeas, el bufón era un personaje tan principal y tan querido como odiado. Velázquez pintó a los enanos y bufones de la corte del rey Felipe dotándolos de un porte y una dignidad encomiables, la que sin duda merecían; años antes, Shakespeare ponía al príncipe Hamlet frente al cráneo de Yorick, al que recuerda con cariño y contempla con espanto; años después, Rigoletto será burlado y humillado y buscará una cruel venganza.

Los bufones, hoy, ya no son lo que eran. Tantos cómicos y gentes de letras son en verdad histriones al servicio del poderoso. Quien tiene la sartén por el mango, alimenta a numerosos correveidiles y lameculos, algunos de los cuáles pasan por graciosos. Sobran los ejemplos y estoy seguro de que ustedes podrán nombrar más de uno, y más de dos. Bufones quedan pocos.

El asunto va de mal en peor cuando es la misma clase política la que hace de histrión. El oficio de la política en democracia nunca se libra del todo del teatro y la bulla. En ese sentido, nada nuevo bajo el sol. Pero llega un punto en que el histrionismo pierde la gracia. Los movimientos políticos y religiosos que más daño nos han hecho han sido y son profundamente histriónicos, ridículos. Válgame un ejemplo: Los paseos de Franco bajo palio en la catedral de Barcelona son esencialmente cómicos, pero realmente trágicos.

Hace un par de días, una caterva de melones amenazó en las redes sociales al presidente del grupo editorial que publica la revista satírica El Jueves. El mensaje me recordó aquellos otros que soltaron contra la revista Charlie Hebdo, o esas veces en las que algunos periódicos vascos señalaban a tal o cual persona por no ser suficientemente afín a quienes mataban en nombre de Euskal Herria. Ya sabemos cómo acaban esas historias; sería bueno no provocarlas. Esa caterva de melones se comporta con el matonismo que viste camisa negra, parda o azul, que se oculta tras pasamontañas y no tiene ni el valor ni la pericia de emplear más argumento que la violencia. Espero que alguien los ponga en su sitio.

Un buen bufón tiene que ser irritante y molesto. Por eso hay tan pocos, son muy incómodos. ¿Se burlan de ti? Es más que posible que lo tengas merecido, y eso jode, ¿verdad? Que puedan reírse de tus tonterías no es que sea necesario, es que es imprescindible.

En cualquier caso, te gusten o no, éstas son las reglas del juego y los principios básicos de nuestro sistema de libertades. Es lo que hay. O eso o la caterva de melones, elige.