Desde 1928, los personajes de Bertolt Brecht cantan en su Ópera de los tres centavos: “Es la ley, es la ley y no se la saltan ni el Papa ni el Rey”. El dramaturgo y poeta alemán, comunista sin partido, censurado y perseguido por Hitler, criticaba el orden burgués. Era un antisistema y un anticapitalista antes de que Colau, su camarilla de pijoteras y sus amistades cupijas naciesen y prostituyesen el sentido de las palabras antisistema y anticapitalista. La versión cinematográfica de la ópera de Brecht se estrenó en 1931, cuando se proclamó la Segunda República. Noventa años después, Colau, Pisarello, Asens y sus dudosos colegas republicanos suman otro de sus ridículos históricos. Porque el Tribunal Supremo les ha condenado a reponer en el Ayuntamiento de Barcelona el retrato de Felipe VI que retiró el supuesto guerrillero Pisarello. Poco antes, había empaquetado el busto de Juan Carlos entre mofas, chanzas y escenas propias de un lupanar dirigido por un fullero surgido de la pampa.
Sin el mínimo respeto ni decoro institucional, se dedicaron al peor teatro del absurdo hasta el punto que avergonzaron incluso a los republicanos bien educados y a los anarquistas ilustrados. Querían que su fantochada se viese por las televisiones de todo el mundo, y sólo consiguieron iniciar su voladura de la imagen de la Barcelona abierta, creativa y amable. Aquella misma mañana, Colau había coincidido con Felipe VI en un acto del poder judicial y mostró su cara más hipócrita. Ahora luce su faz de traidora a todas/os y a sus propias ideas (si tuviese alguna) cuando se pavonea compartiendo mesa y mantel con el monarca.
Colau y sus comunas desconocen lo que son las buenas maneras. Especialistas en sembrar antipatías en y contra Barcelona, aquella charlotada contra el retrato oficial de obligado cumplimiento ha ido dando tumbos por diversos tribunales, con sus incumplimientos y subterfugios legales, confiando en que no les pasaría nada. Hasta que les ha pasado. Han malgastado el dinero público, han judicializado su necedad y ahora volverán a sus pucheritos y lágrimas de cocodrilas hasta que haya que pagar los platos que han roto. Porque si algo aborrece la mayoría de gente de Barcelona es la suciedad, el poco cuidado con los detalles y las cosas mal hechas. Pero a Colau no le importa, porque incomodar a la mayoría de ciudadanía sensata la hace feliz y justifica su vida de activista hasta más allá de la muerte, según dejó dicho y televisado para su posteridad.
Como se acaba la época de su despotismo, es más intervencionista, más prohibicionista y más incendiaria de los ánimos para ocultar sus auténticos problemas y desaguisados. Su inconsciente delata que le gusta el lema que decía: ni Dios, ni Patria ni Rey. Rodeada de equipos de altaneras, inexpertas e incapaces, no ha aprendido nada de la intrahistoria ni del aliento vital de Barcelona. Hasta que la Justicia le ha recordado que la ley no se la saltan ni el Papa, ni el Rey ni Colau y su fanfarria.