La sensación de que el consistorio barcelonés se pasa el día huyendo de la realidad y de sus obligaciones es permanente. Las grandes apariciones de la alcaldesa suelen estar relacionadas con cuestiones no directamente vinculadas al cargo que ocupa. Se trata de temas importantes, sin duda, pero que Barcelona en Comú trata de capitalizar y que, en paralelo, facilitan que Ada Colau se quite de en medio de los asuntos candentes.
Lo acabamos de ver con la "escuela de la nueva masculinidad'', una iniciativa con la que pretende colaborar en la erradicación del machismo y luchar contra la lgtbifobia. El lunes presentó un programa de actuaciones que incluye, entre otras cosas, ampliar el material audiovisual de la Muestra Internacional del Cine Gay y Lésbico de Barcelona (a través de una “cuidada selección de largometrajes, documentales y cortometrajes”, subraya la nota del consistorio). Es algo conveniente, seguro, pero que probablemente no requiere el protagonismo de la primera edil.
Sería mucho más eficaz que el Ayuntamiento de Barcelona pudiera tener a gala una política de contratación de personal libre de prejuicios sexuales de forma clara, pero con una mínima sutileza. O sea, más nueces y menos ruido.
Admito, como ya habrá notado quien haya leído hasta aquí, que no me interesa la opinión de la alcaldesa sobre esas cuestiones, siempre y cuando sean respetuosas con los derechos humanos; como tampoco me quita el sueño saber cuáles son o han sido sus inclinaciones sexuales, pese a que ella sí ha querido ponernos al día.
Prefiero que Colau no se equivoque al tomar decisiones, como ha ocurrido en la lucha contra la economía sumergida y la competencia desleal a la que ha dado lugar el alquiler turístico de pisos y habitaciones. Hace bien en combatirla y contribuir a su regulación, pero debe saber que le vemos el plumero cuando trata de hacernos creer que el cambio en las multas responde a otra cosa que a su precipitación y gestión deficiente, puesta en evidencia por la justicia.
Si me interesaría saber, sin embargo, qué opina nuestro consistorio sobre la posibilidad de exigir una especie de pasaporte Covid para acceder a lugares públicos cerrados, como museos, cines o discotecas. Se ha generado una polémica muy interesante en torno a la eventual limitación de libertades con medidas de ese tipo, como sostienen airadamente tanto la extrema derecha italiana como los herederos de los chalecos amarillos franceses.
Algunos ayuntamientos –también el de Barcelona-- han sido pioneros en la prohibición del acceso a las ciudades de vehículos contaminantes para proteger la salud colectiva, lo que supone una limitación de la libertad de sus conductores, como ha recordado el doctor Oriol Mitjà. La presión sobre los propietarios de estos coches no es menor que la que implicaría exigir un certificado de inmunidad para entrar en un restaurante.
Al tratar esta cuestión, una buena parte de los científicos españoles se ponen estupendos y aluden a derechos y libertades fundamentales en lugar de hablar de salud y hospitales, que es lo suyo. Lo hacen para abordar la cuestión sin comprometerse. Me temo que cierta izquierda está a la espera de saber qué posición es más progre antes de pronunciarse.