Jordi Cuixart, el presidente de Òmnium Cultural, creó en 2003 la empresa Aranow Packaging Machinary, dedicada al diseño y fabricación de equipos y maquinaria para el envasado del film flexible que emplea la industria alimentaria y la farmacéutica para envolver sus productos.

No es una gran compañía por tamaño. Su plantilla ha oscilado entre los 40 y 50 empleados en los últimos años y la facturación se mueve en torno a los siete millones, con unos resultados positivos, aunque modestos, en la mayor parte de los ejercicios. Pero es muy competitiva: dedica más del 90% de su producción al mercado exterior.

Quizá por eso a su propietario siempre le ha gustado compararse con el modelo vasco que nació de la reconversión industrial: tamaño medio, incluso pequeño, pero innovador e internacionalizado. Desde ese punto de vista, este vallesano habría pasado por un ciudadano ejemplar durante muchos años de su vida.

Pero le perdió el activismo fanatizado que le condujo hasta Òmnium Cultural. En 2015, cuando sustituyó al inolvidable Quim Torra al frente de la institución y aún vestía de traje y corbata, sin barba ni coleta, Cuixart ya decía algunas cosas raras del tipo de que Salvador Espriu no había recibido el Premio Nobel de Literatura porque era catalán, la misma razón por la que la industria local no había adquirido más tamaño y peso en el concierto internacional: sin un Estado propio que te defienda no eres nadie, decía.

Cuixart debe tener intuición para los negocios porque sin haber pasado por la universidad, con el único bagaje de su experiencia laboral y con apenas 28 años supo dar en el clavo y montar una empresa de éxito. De la misma forma, en abril de 2017, cuando aún faltaban seis meses para que se produjeran los hechos de la Consejería de Economía que le llevarían a la prisión sin fianza y a una condena de nueve años, dejó de ser el administrador único de su compañía y nombró a dos personas –el director comercial y un señor que es funcionario del Ayuntamiento de Mataró-- como administradores solidarios. Eso se llama verlas venir.

Ahora, Eloi Badia, el polémico concejal del distrito de Gràcia, le ha encargado el pregón de la fiesta mayor que comienza el día 15 de agosto. Entre los méritos que acreditan la idoneidad del elegido figuran su “dedicación a las actividades del barrio”, su defensa de la amnistía y su trayectoria al frente de Òmnium, una asociación que invade el espacio público de la calle Diputació donde tiene su sede y corta la circulación cada vez que se le ocurre con el beneplácito del ayuntamiento.

Todo es filfa. Cuixart se mueve por Gràcia desde que se unió en segundas nupcias a la que hoy es su flamante esposa, que sí es de la zona; y desde entonces se ha pasado una buena parte del tiempo recluido por sedición. Defender la amnistía en un país es tanto como negar que exista la democracia que es precisamente la que le permite hacer esa reclamación urbi et orbi. Y, en fin, transformar una asociación cultural en una herramienta de agitación política tampoco es precisamente un mérito.

El activista indultado entra al juego de Barcelona en Comú, que con esta decisión trata de generar una polémica que tape los continuos desaciertos de su gestión al frente de la ciudad. En lugar de trabajar para paliar los efectos que la pandemia ha tenido sobre el turismo, la primera industria de Barcelona, y sobre las propias empresas municipales, o aprovechar el bache para diseñar un modelo más sostenible y humano, el consistorio se dedica a hacer ruido para mantener distraído al personal. Política de altura.