Que el asunto de la bicicleta acabará malamente está escrito desde 1899. Fue cuando el dramaturgo Santiago Rusiñol publicó en La Vanguardia su clásico reportaje De Vic a Barcelona en bicicleta, el texto más sarcástico y premonitorio sobre las bicicletas. La inspiración le vino en el parque de la Ciutadella, donde topó con: “Manadas de velocípedos cabalgados […] evolucionan por aquellos desiertos del Parque huyendo de la presencia en las calles de Barcelona de los coches y tranvías que les tienen marcada antipatía”. Y sigue con una serie de chanzas sobre los (y las, especialmente,) ciclistas por su impericia, sus maniobras insensatas, sus vestimentas estrafalarias y otras ridiculeces.
Las sátiras sobre bicicletas y ciclistas las continuó el escritor Néstor Luján. Consideraba que la bicicleta es un trasto sin sentido desde el invento del motor. Argumentaba que es una estupidez malgastar fuerzas sobre un cacharro que obliga a pedalear y sudar para transportarse uno mismo cuando el objetivo de los vehículos es trasladar personas con la máxima comodidad posible. La autodefensa frente a los ciclo-incívicos la continúa el cronista Joan de Sagarra. Harto de tanta tontería, peligros, superioridad moral y prepotencia agresiva de los pedaleros, propone tácticas preventivas. Como introducir el bastón o el paraguas en los radios de las ruedas de las bicicletas imprudentes y ver caídas menos espectaculares de las del Tour de Francia y la vuelta a Cataluña, sin ir más lejos. Aunque los ciclistas profesionales no tienen nada que ver con la masa de gamberros y turistas que ruedan por Barcelona sin respetar normas de circulación, señales de tráfico, aceras, ni pasos de peatones. El preludio de que alguien debería frenarles fue en 2002, cuando ciclistas y automovilistas culés que aparcaban cerca del Camp Nou se liaron a insultos mutuos y casi a tortazos.
Viene a cuento todo ello por la moda de la memoria histórica. Y porque Pasqual Maragall ya advertía de que en Barcelona una cosa lleva a la otra. Así lo evidencia una reciente filmación publicada en este diario. En ella se ve que un ciclista acaba en las aguas del puerto de Barcelona por su torpeza y su pánico ante cuatro chavales que se burlan de él al verlo venir de frente y dando tumbos. Sin contacto físico alguno, según demuestra el vídeo, el ciclista se acoquina, quiere huir, no sabe y se tira al agua con su bicicleta. Que burlarse así no se hace, está claro. Pero resulta curioso que el lobby de las bicicletas ha protestado acusando de abusa-nanos a los chavales más pequeños y menos voluminosos que el pedalero submarino. Critican a toda la juventud afirmando: "Así se divierte hoy en día la juventud". Y denuncian el impacto medioambiental de la bicicleta bajo el mar. Sobre la víctima con el agua al cuello, ni palabra. No resulte ser que el remojado fuese un vacilón inepto con los pedales, y que hasta los críos están hartos de esas máquinas de espantar y arrollar peatones.
Por eso, aunque una cosa no justifique la otra, los partidarios de la autodefensa táctica tienen derecho a exigir mano dura con las bicicletas. Igual como la concejala Janet Sanz, su amiga Ada, la malcarada Lucía Martín y otras retrógradas lo tienen a querer exterminar la industria automovilística y las motocicletas.