Ada Colau es una mujer afortunada. Para empezar, no es afgana, ni de Qatar ni de Arabia Saudí, donde las mujeres no tienen derecho a la palabra en público. En Cataluña sí lo tienen, salvo que no seas “de los nuestros”. Pero ella “es de los nuestros”, por eso le ha dado permiso para hablar Jordi Cuixart, uno de los capos del talibanismo local. Cuando las huestes amarillas la abroncaban en Gràcia, Cuixart salió, en plan Sant Jordi, en defensa de una dama ofendida y llorosa con ese argumento demoledor: “Ella es de los nuestros”. De otro modo hubiera sido condenada al silencio. Y no por ser mujer, sino por no ser “de los nuestros”. Se hubiera unido así a tantos catalanes a los que el Govern ignora. De todas formas, el independentismo se ha ido radicalizando hasta tal punto (al menos una parte de él) que ya no vale ni la palabra de Cuixart para identificar “a los nuestros” y parte del personal siguió gritando contra la alcaldesa. Para que se callara o, al menos, nadie la oyera.
Así son las cosas. Algunas cosas. De modo que, en Gràcia, Ada Colau perdió la inocencia. Descubrió que hay gente que no es partidaria de permitir que todo el mundo diga lo que le dé la gana. Pueden hacerlo los santos: el Cuixart o el Junqueras, que es católico y bueno de manual (como los inquisidores o el obispo de Alcalá o algunos maristas) pero no los demás. Ni siquiera ella, que se ha convertido en sospechosa, diga lo que diga Cuixart.
Colau debería haberse dado cuenta hace tiempo. Por ejemplo, cuando la insultaron en la plaza de Sant Jaume, justo después de haber reconquistado la alcaldía. Pero se ha resistido y no ha querido nunca interpretar los gritos de los independentistas. Ni las quemas de contenedores, ni los cortes de la Meridiana, ni las pedradas a quien corresponda.
Y eso que los talibanes del independentismo gritan y gritan con mucha frecuencia. Lo hacen para disimular que apenas tienen nada que decir. Pero sus gritos sirven para imponer el silencio a los demás. Y en eso ha colaborado ampliamente Ada Colau, hasta que han intentado callarla a ella.
Cuando ponía lazos amarillos en los edificios municipales, lo que en realidad estaba haciendo era resaltar una única voz, la del independentismo, sobre las muchas que había y hay en Barcelona. Esas quedaban acalladas por las mismas voces que oyó en Gràcia al lado de su paladín circunstancial. El griterío amarillista intenta por norma tapar todas las demás voces, sean unionistas, federalistas, confederalistas o cantonalistas; hablen en catalán, en castellano o, como es lo más frecuente en Cataluña, en ambos idiomas. Aunque Colau no quisiera verlo.
El tal Cuixart, en la defensa, tampoco especialmente aguerrida, de la alcaldesa, ni siquiera recurrió al derecho a la libertad de expresión, ese que reclaman hasta para elogiar determinados terrorismos a ritmo de rap. Y es que el independentismo tiene reservado el derecho de admisión a los derechos. “Los otros” no tienen derechos.
Hace tiempo que Cuixart anda repitiendo lo mismo: que volverá a hacer lo que sea que no hizo ni hicieron en 2017. Porque lo suyo, escasamente original, es la repetición. Decía Marx que la historia se produce la primera vez en forma de tragedia y se repite en forma de farsa. En el caso de Cuixart y compañía, la cosa será difícil. Ya la primera vez fue una farsa. ¿Cómo calificar, si no, un referéndum donde no hay censo y los votos se cuentan en una misa, bendecidos por el mosén y sacándolos de una bolsa de basura? De modo que la repetición de la farsa sólo puede ser la payasada.
A estas alturas de la comedia, sin embargo, conviene dejar algunas cosas en claro. Los derechos del ciudadano tienen carácter universal y no dependen de su adscripción al independentismo. El PP puede tener tendencia a recortar sanidad y educación y privatizar lo público, al tiempo que nacionaliza las pérdidas, sobre todo las de las empresas de los amigos (igual que hacía, por cierto, CDC, hoy JxCat). Podrá hacerlo siempre y cuando gane las elecciones. Es su derecho, como la izquierda tiene derecho a promover la socialización de un bien como la vivienda y a intentar mejorar las condiciones de vida de los más desfavorecidos a través de una política impositiva que reequilibre las diferencias de renta. Y unos y otros (incluidos los independentistas y los del PP) tienen derecho a tener un modelo territorial propio, sea el mantenimiento de las actuales fronteras españolas, la división en reinos de Taifas o la adscripción de Madrid a Suiza y de Cataluña a Andorra o San Marino. Respetando la ley para conseguirlo. Y tienen derecho a la palabra para defender ese modelo. Sin necesidad de que les dé permiso Sant Jordi (Cuixart).