En Barcelona nos cuesta empezar el curso. Y no solo a los niños, que sería lo normal, sino al conjunto de la población. El punto álgido del verano lo marca ese inmenso sindiós que es la Fiesta Mayor de Gracia, donde parece que confluyen los gamberros y dipsómanos de toda Europa para hacer el ganso sin tasa y orinar y vomitar por todas partes (los más bestias pueden divertirse también enfrentándose a la guardia urbana cuando aparece a echarlos): atrás queda aquella fiesta (digamos) entrañable en la que los vecinos se hacían la ilusión de que vivían en un pueblo –del que, de vez en cuando, bajaban a Barcelona- y se entretenían decorando sus calles sin presupuesto y sin mucha imaginación, pero con una alegría admirable; actualmente, la Fiesta Mayor de Gracia es un totum revolutum de independentistas, okupas (Eloi Badia les cedió una plaza para sus cosas mientras el ayuntamiento del que forma parte está intentando echarlos de su residencia requisada), juerguistas de otros barrios y otras ciudades y gente que se ha quedado en Barcelona y no sabe dónde meterse. La más elemental prudencia aconseja no acercarse por Gracia durante sus fiestas, ni para ir a los Verdi.

Tras la Fiesta Mayor de Gracia viene la de Sants, que es una especie de “torna” más tranquila y menos espectacular: no se acumula tanta gente y los especialistas en mear y vomitar tienen que hacer horas extras para intentar que los festejos estén a la altura (del betún) de los de Gracia. En Sants, el pregón lo lee el primero que pasaba por allí. Y a Ada Colau la abuchean, por supuesto, pero con menos intensidad que en Gracia y con la presencia de algunos fans que intentan contrarrestar el ataque de los indepes airados. Este año tenemos un poco pachucha a Nuria Feliu, figura icónica del barrio, lo cual no contribuye precisamente al boato de las fiestas.

Dentro de poco será el turno de la Merced, fiesta mayor de toda Barcelona, que debe ser la única ciudad del mundo que conserva una celebración de tinte rural de tales características. Y antes de eso habrá tenido lugar la Diada nuestra de cada año, con sus masas irredentas y, este septiembre, la promesa de un difuso Black Bloc de liarla parda, aunque aún no sabemos cómo. Y así, entre pitos y flautas, nos pondremos prácticamente en octubre, que es cuando todos empezamos a pensar en la Navidad, que estará al caer, como aquel que dice. En Barcelona, la descompresión post vacacional nos dura más de un mes, algo que puede ser muy satisfactorio para escolares y funcionarios, pero que sume al trabajador por cuenta propia en una molesta sensación de tiempo detenido, de entorno que no va ni para adelante ni para atrás, de vida al ralentí muy adecuada para fomentar tristezas, depresiones y reflexiones funestas sobre el sinsentido de la existencia. Si ya tienes una edad y, además, se te acaba de morir Charlie Watts (como es mi caso), la melancolía se te hace inevitable y acabas llegando a la conclusión de que el verano dura demasiado en tu ciudad.

Tal vez habría que marcar dos inicios de curso diferentes, dependiendo de a qué sector de la sociedad pertenezcas: uno para los estudiantes y la gente con horarios (colectivos a los que cualquier período vacacional se les hace corto) y otro para los que vamos por libre y que con una o dos semanas de asueto estival vamos que chutamos. Es evidente que nuestros ritmos son diferentes, y no sé yo por qué deberíamos plegarnos todos al de los que no tienen ninguna prisa por volver a la vida real. Ya sé que los que nos lo pasamos bien con nuestro trabajo somos una minoría, pero también tenemos derechos, ¿no?