Hace unos días hice una pequeña excursión hasta el emplazamiento antiaéreo del Turó de la Rovira. Hice la excursión con el ánimo de examinar el sitio y, de paso, ejercer la nostalgia y el recuerdo.
Mi madre nos habló muchas veces de esa batería antiaérea, y de las otras, que se habían instalado en Montjuïc, Can Tunis y en el Rompeolas; del trozo de metralla que llevó mi abuela a casa, que le pasó rozando la cabeza; del refugio antiaéreo que construyeron los vecinos, una ratonera; del hambre que pasaron; de esa vez que se paseó por el ala de un avión fascista derribado, en els Jardinets de Gràcia, mientras mi abuela, muy miedosa, le gritaba que bajase de ahí… Resultó que ese avión era un Heinkel He 111 A que había perdido la Legión Condor y que los republicanos exhibieron como trofeo, pero de eso nos enteramos muchísimos años después.
Recordaba, eso sí, con total claridad, las alertas que emitía la radio, el ruido de los aviones, el silbido de las bombas… No soportaba los petardos ni los fuegos de artificio en las fiestas mayores de aquí o de allá, le traían demasiados recuerdos, y eso que, cuando sucedió todo, era una niña muy pequeña. La Aviación Legionaria dejó un rastro de 1000 muertos entre el 16 y el 18 de marzo de 1938, en el primer bombardeo de saturación sobre una ciudad en Europa. En toda la guerra murieron 2500 barceloneses, a los que sumar tres o cuatro veces ese número de heridos, más los daños de consideración en 1800 edificios, a causa de las bombas italianas o alemanas.
En mayo de 1937, se propuso instalar tres o cuatro cañones automáticos en ese emplazamiento como defensa antiaérea. El proyecto se modificó y se instaló una batería completa de cuatro cañones Vickers de 105 mm L/43,5 «de montaje de gran ángulo», como se llamaban entonces, manual en mano, los cañones antiaéreos. Se habían fabricado en España, bajo licencia, un total de cuarenta y ocho piezas como ésas, en la fábrica de la Sociedad Española de Construcción Naval de Reinosa, Cantabria. Las piezas instaladas en Barcelona habían sido fabricadas en los años treinta; eran relativamente nuevas, aunque de segunda mano, porque provenían de una instalación portuaria de Levante que se había desmantelado. Cada batería disponía de un sistema de dirección de tiro que permitía disparar con predicción.
Si fueron efectivos esos cañones y cuántos aviones derribaron no lo sé. Pero meses después de haberse instalado, el 25 de enero de 1939, el ejército en retirada voló dos cañones y al día siguiente, los otros dos. Cuentan que los restos de los cañones permanecieron unos años, hasta que un chatarrero espabilado se los llevó, o váyanse a saber. Hoy sólo queda el hormigón de los blocaos y los tornillos en el suelo que sujetaban las piezas en el emplazamiento. Pueden verse el polvorín, las instalaciones para la tropa, etcétera, pero en muy mal estado de conservación.
Se ven, eso sí, todas las paredes de hormigón llenas de grafitis y una tropa de turistas saltándose la barandilla y haciéndose «selfies» al borde de un pequeño barranco, con Barcelona de fondo. Porque el panorama es excepcional. Desde sus 270 metros de altura se ve toda la ciudad y parte del extranjero, que decía un amigo mío, y de ahí esas «selfies». Un día veremos a uno rompiéndose la crisma, si es que no se la ha roto ya.
Desde lo alto se divisa, cómo no, Montjuïc. Ahí estuvo, durante años y años, un Museo del Ejército con una colección más que notable de armaduras renacentistas, espadas, piezas de artillería y toda clase de armamento de la Guerra Civil. Era uno de esos sitios que uno visita encantado de pequeño. Me subía a los cañones y contemplaba esa división inacabable de soldaditos de plomo que formaba parte de la colección. Ya no existe el museo. Lo desmantelaron y se llevaron las piezas a cambio de… de nada.
Aunque el daño es ya irreparable, no puedo dejar de pensar en la gran oportunidad que tuvo Barcelona de levantar un Museo de la Guerra Civil bien dotado de piezas y medios. No existe tal museo en toda España. Hay algún modesto museo aquí o allá, de tal o cual batalla, pero no un museo como digo.
Qué pena. Lo digo de verdad, qué pena. Somos especialistas en dejar escapar las oportunidades a cambio, en este caso, de nada. Es lo que mejor sabemos hacer.