Hace algún tiempo había en TV3 un programa dentro del cual se planteaba una pregunta supuestamente jocosa a un político en ejercicio. Se trataba, como casi todo lo que depende del nacionalismo, de una producción hecha por una empresa televisiva privada a la que la cadena compraba el producto. La pregunta se le hacía al político en cuestión en una conferencia de prensa real. Ni que decir tiene que el político correspondiente estaba perfectamente al tanto de la broma y sabía de antemano que, en apariencia, se le iba a poner en un brete. En cierta ocasión, el político elegido fue Artur Mas, que era entonces titular de Política Territorial. Justo antes de iniciarse su comparecencia ante los medios, alguien de su equipo tomó la palabra y pidió a los periodistas asistentes que una vez terminado el acto permanecieran en sus puestos para que el gracioso de turno formulara la pregunta y todo quedase muy realista, dentro de la bufonada. Pero en aquella ocasión, uno de los periodistas preguntó si iba a cobrar por hacer de extra en un gag de una productora privada y cuando le miraron de forma rara, añadió que él era periodista y no actor y que no le parecía bien quitar el trabajo a los que se dedican a la interpretación. En el teatro y en el cine, si se necesita un extra se le contrata y se le paga. Es decir, que se negaba en redondo a participar en la patochada. Él se iría al terminar el acto y si con su salida se quebraba el rodaje del chiste, allá el político y allá los guionistas del espacio.
Aquello fue casi Troya. Se paralizó todo y se informó al consejero quien, tras reflexionar brevemente, debió de pensar que lo que decía el periodista era medianamente razonable y, por lo tanto, una vez terminada la rueda de prensa se daría tiempo a que quienes no quisieran participar en el evento pudieran salir tranquilamente.
Salieron dos periodistas. A los demás no debió parecerles mal hacer un poco el payaso a cambio de la gloria de que su cogote saliera unos segundos en la pequeña pantalla y fuera reconocido por su mamá.
Ahora, Ada Colau, alcaldesa de Barcelona, y Josep María Argimon, consejero de Salud, junto a otros famosillos locales muy conocidos en su casa a las horas de comer, aparecen en un anuncio promocional de un programa de la cadena autonómica TV-3. Es de suponer que hayan cobrado por ello, porque, que se sepa, no trabajan en la emisora. Si no lo han hecho, si su colaboración es gratuita, habrá que pensar que se prestarán a hacer el ganso para cualquier otro medio de comunicación que quiera promocionarse con caras públicas. Por ejemplo, las suyas. No hay que olvidar que esa promoción es un aval al programa. Y, tratándose de una cadena mayoritariamente sectaria, avalar tiene su qué.
Se comprende la participación de Argimon, después de todo, esa cadena es la suya. Quien más quien menos sabe que los consejeros del Gobierno catalán un día sí y otro también se permiten pedirle (¿ordenarle?) a algún periodista de la cadena (o al de Catalunya Ràdio) que les haga tal o cual pregunta a la que tienen interés en responder. Tanto es así que pueden llegar a hacerlo sin pudor alguno, en presencia de otros compañeros, sin pensar que eso resulte denigrante, no para la profesión sino para el periodista que traga o colabora con el poder al que, presuntamente, tiene que controlar. Hace ya tiempo que no se sabe si en TV3 se contrata a periodistas o a militantes.
Pero TV3 no es la cadena de Ada Colau. Más bien al contrario. A la alcaldesa sólo la tratan con cierta consideración cuando se presenta como compañera de viaje del secesionismo, de modo que no se entiende que haya tomado parte en el anuncio publicitario. Eso, sin contar que la profesión de actor no está en sus mejores momentos, con lo que va a resultar que éstos pueden sentirse ofendidos ante tanto intrusismo.
A no ser que los políticos del anuncio consideren que el teatro es una actividad que forma parte de sus vidas y tareas. Una posibilidad nada desdeñable.