A veces conviene echar la mirada hacia atrás para comprobar que la historia no se repite, pero insiste mucho sobre lo mismo. En Barcelona tanto como en cualquier otro lugar. En nuestro caso, el asunto es torpedear cualquier idea que sea buena para la ciudad por defender los intereses de unos pocos, y hacerlo con argumentos estrambóticos. Ejemplos hay para dar y repartir y de todo signo, pero recordemos uno en particular.
Hacia la mitad del siglo XIX, Barcelona había derribado las murallas y pretendía llevar a cabo una expansión de la ciudad hacia las afueras. La recién enriquecida burguesía barcelonesa se frotaba las manos pensando en los chanchullos del porvenir cuando supieron que el Gobierno de España había dado el visto bueno al proyecto del Eixample de Barcelona de un ingeniero de caminos, canales y puertos, don Ildefons Cerdà, liberal y republicano, un socialista utópico que había abrazado las tesis del higienismo, que llevaba años trabajando en un plan urbanístico de primera, muy avanzado para su época. Tanto es así que había previsto que las calles de la ciudad iban a ser transitadas por vehículos de transporte privados y colectivos. Don Ildefons se adelantó muchos años a su tiempo.
La pujante burguesía barcelonesa tenía capital de sobras para especular gracias al tráfico de esclavos, el comercio con Cuba y los beneficios del proteccionismo que habían impuesto al gobierno. Por eso el proyecto de don Ildefons les sentó como una patada en los higadillos, porque la Barcelona del Eixample pretendía ser socialmente igualitaria, justa y racional. A los burgueses de Barcelona les iba París, donde Haussmann arrasaba barrios enteros para construir amplias avenidas para uso y disfrute de las clases acomodadas, mientras el pueblo proletario acababa en guetos y barriadas, y don Ildefons era todo lo contrario, vaya por Dios.
El burgués catalán y nuevo rico pretendía hacer de Barcelona otro París. Habían importado los espectáculos parisinos, una manera muy galante de hablar de la pornografía, y el estilo grandilocuente del Segundo Imperio les hacía tilín. De ahí beberían los arquitectos de la Feria de 1888. Pero en Madrid dijeron que nada de Haussmann, que aquí tenemos a Cerdà y sanseacabó.
No sé si se habrán fijado, pero no se habla tanto de Cerdà como tendría que hablarse, con lo mucho que nos ha dado. Barcelona debe tanto a su plan del Eixample que no se explica este silencio institucional. El catalanismo, recién nacido a finales del siglo XIX, hizo bandera contra el Eixample como símbolo de opresión (sic) y a Cerdà le negaron la catalanidad, eso que ahora está tan de moda. El franquismo y el pujolismo también evitaron hablar de la vertiente social del Plan Cerdà.
Dos de las más grandes joyas del modernismo catalán, el antiguo Hospital de la Santa Creu i Sant Pau y la Sagrada Família, se enfrentan adrede al urbanista. El plano del recinto del hospital de Domènech i Muntaner rompe a propósito la proporción y la orientación de la red del Eixample de Cerdà; la que es hoy basílica de la Sagrada Família pasa por encima de las consideraciones urbanísticas de don Ildefons y propone cortar la calle Mallorca porque sí, porque yo lo valgo, y montar un cristo en medio de la ciudad.
Hoy se esgrime el plan Cerdà tanto a favor como en contra del ya famoso «urbanismo táctico» de nuestro ayuntamiento, que no es ni urbanismo ni táctico. Cerdà quería una ciudad verde, mucho más verde que ahora, y no pudo ser porque la burguesía acabó trapicheando con los terrenos y la construcción, y creo que esto también debería resultarnos familiar. Pero el Plan Cerdà era… un plan. Bueno o malo, pero un plan con cara y ojos. Don Ildefons había previsto hasta los menores detalles: el tipo de arboleda caducifolia, la red de alcantarillado, los servicios esenciales de la ciudad, el alumbrado… El porqué de cada propuesta estaba razonado exhaustivamente, apoyándose en datos reales y objetivos producto de una estadística rigurosa. Por eso Cerdà hizo lo que hizo y lo hizo tan bien.
Fíjense ahora en la de cambios y desafíos que nos aguardan y luego me dicen si tenemos un plan o vamos improvisando. Por decirlo de otra manera, veo muchas ganas de París, pero no conozco a ningún Cerdà.