El caso de Barcelona no es único, pero es muy ejemplarizante. Los botellones se han convertido en una historia repetida todos los fines de semana, pero cada vez son más violentos. Entre los propios asistentes, con heridos con arma blanca aunque las navajas no son los únicos objetivos punzantes que proliferan por doquier, con peleas por motivos nimios y con grupos encapuchados que se apropian de lo ajeno con la violencia como carta de presentación. Entonces aparece la policía y con métodos happy flower empieza a desalojar al gentío. Entonces aparece ese grupo que convierte el escenario del botellón en una orgía de violencia y saqueo. Es la violencia por la violencia. Una violencia gratuita que se escuda en que los jóvenes necesitan salir después del duro encierro pandémico. ¿En serio que esta es la explicación? Seguramente, en parte, puede serlo, pero sin duda, no explica este fenómeno cada vez más instalado en el escenario de Barcelona sí, pero se extienden por toda la geografía española.
Los destrozos ocasionados son cuantiosos en el mobiliario público que queda destrozado como se hubiera pasado una marabunta, y también para muchos ciudadanos que “cometieron el craso error” de tener los vehículos aparcados en las proximidades de esos botellones que se convocan por las redes sociales, o para los locales que son asaltados para llevarse cualquier cosa de valor. De paso, algunos que van a pasárselo bien acaban “pinchados” o envueltos en peleas. La policía ha asistido impasible hasta que la cosa se desmadra, o quizás cuando llega la policía la cosa se desmadra. La están esperando y los reciben con lluvia de botellas y la actuación policial es respondida por los manifestantes que, crecidos, incluso intentan el asalto de las comisarias o atacan los vehículos policiales.
Algo se ha hecho mal para que este sea el resultado de la pandemia, pero también es necesaria una actuación policial diferente, porque estos jóvenes han perdido el respeto a la contundencia policial porque, simplemente, esta contundencia no existe. Estos grupos violentos se parapetan tras el anonimato pero sobre todo bajo ese paraguas protector de que como somos jóvenes si nos detienen no tendrá consecuencias y, además, no se atreverán a pegarnos. Ejercer la fuerza ya no está en manos de la policía, garante del orden y el concierto, sino en manos de los grupos manifestantes violentos que salen a la palestra cada vez que hay una gran concentración. Ya sea un botellón, una manifestación política o una victoria del Barça, algo que no sucede en los últimos tiempos en exceso.
La policía se siente indefensa. Los efectivos no suelen ser siempre suficientes, pero sobre todo los policías deben llevar a cabo unas estrategias de prevención y no de actuación que se están demostrando ineficaces. Y sobre todo, deben recuperar su papel para ser más proactivos. En la prevención y en la disolución de estos grupos que impunemente lo destrozan todo porque no tienen ninguna responsabilidad por la edad. Quizás habría que recuperar algo que se puso en marcha en el País Vasco para frenar la kale borroca. Los destrozos los pagaban los culpables, los manifestantes. Y si ellos no podían, la multa la pagaban los padres. Mucho ardor guerrero y osadía, paso a un papel secundario abandonando su papel protagonista. Tocar el bolsillo acarrea estas consecuencias. La policía tiene imágenes de estos actos violentos. No estaría de más que los identificaran y fueran procesados, al igual que los detenidos, se contabilizaran los daños públicos y privados y pasaran por caja tras sentencia judicial. Y si son menores, que sus padres asuman el desmán.
Más policía, más activa, y con unas órdenes menos reacias a la contundencia, y unas penas más punitivas en lo económico, pueden ayudar a solventar el problema de seguridad. Eso sí, no es todo el problema. Los jóvenes han quedado tocados por el encierro de la pandemia, su futuro personal es incierto lo que les separa del concierto social. No se sienten ni miembros de esta sociedad ni partícipes de su futuro. Es un gran embrollo, sin duda, que no es fácil de solventar. Pero, esta complejidad no justifica que sea el escudo para que algunos se tomen la justicia por su mano