Vaya por delante que aún no se ha podido oír en la barra de un bar ni en una sobremesa a nadie discutiendo sobre la conveniencia de que Barcelona disponga de una sede del Hermitage de San Petersburgo. O sea, que no parece un tema muy popular por más tinta que hayan gastado los diarios ni recursos públicos el Ayuntamiento de Barcelona en torno al asunto.
La ciudad tardó nada menos que siete años en pronunciarse sobre la iniciativa privada que trata de instalar en el puerto una sucursal del prestigioso museo ruso. Y lo hizo con cuatro sesudos informes que desde distintas perspectivas –movilidad, urbanismo, cultura y rentabilidad-- coincidían en una sonora negativa. Eran argumentos para que la alcaldía pudiera justificar otro no a una propuesta ajena. Barcelona no necesita el Hermitage y mucho menos una franquicia, sería la idea fuerza.
Los cuatro dossiers compartían un fuerte componente ideológico de oposición a la iniciativa privada, coincidente con los postulados del partido que gobierna el consistorio, Barcelona en Comú. En resumen, la actividad cultural debe ser abordada desde una pureza elitista ajena a todo interés crematístico y, además, ha de conectar con la identidad de la capital catalana.
Joan Subirats, teniente de alcalde en la época de los informes, resumía en un artículo reciente en El País la filosofía con que los comunes enfocan la cultura, una actividad que cobra todo su sentido si emana de forma natural de la propia ciudad. Málaga está construyendo un monstruo museístico ajeno a su verdadera esencia, venía a decir, aunque lo ponía en boca de un periodista andaluz. Por extensión, Bilbao nunca debió albergar la franquicia Guggenheim porque los espacios culturales vizcaínos han de tener su raíz en el hierro y quizá la pesca de altura; y tampoco Madrid debería salirse del san Isidro, el ferrocarril o Pérez Galdós. No sé qué opinará sobre los fondos egipcios del British Museum de Londres, el Neues berlinés o el Louvre de París, pero es fácil imaginarlo.
Es verdad que un espacio Hermitage en la bocana, donde quieren asentarlo sus promotores, el puerto de Barcelona, el Liceu y no sé cuánta gente más, tiene muchos inconvenientes, sobre todo de movilidad y saturación; pero no parecen insalvables. Los muros verdaderamente infranqueables son ideológicos, respetables por otra parte, pero que desprecian un aspecto vital del proyecto: su contribución a la mejora del perfil del visitante de la ciudad para promover un turismo de más calidad y sostenible.
Los propietarios de la franquicia del Hermitage aspiran a conseguir unas 800.000 visitas el primer año y 1,5 millones a medio plazo; o sea, el 50% más que el registro del Museo Picasso en 2019 y el 62% menos que el monumento de la Sagrada Família. Un objetivo que muchos de sus detractores ponen en tela de juicio, pero que incluso creyéndonoslo tampoco plantea cifras desorbitadas.
Ayer empezó en Barcelona el Future of Turisme World Summit. Entre las inquietudes de los ponentes, preocupados por la sostenibilidad de la industria, no apareció la creación de museos, ni siquiera cuando son filiales y tratan de obtener beneficios. En las sesiones de hoy está previsto analizar la cultura como experiencia turística. Veremos si el Ayuntamiento de Barcelona explica qué condiciones objetivas debe reunir una iniciativa para obtener el aprobado de los examinadores locales. La seguridad jurídica es una de las bases de la democracia.