Ada Colau despilfarra más de un millón de euros para fomentar los “valores laicos” de la Navidad y podría sobrepasar los tres millones para gestionar todos sus espectáculos navideños. Se encargan de ello una empresa amiga y un comisariado artístico de amiguitas/es designadas/os a dedo. De nuevo, se trata de “poner de relieve los valores laicos de la Navidad” (sin especificarlos) a golpe de conciertos y de una llamada “cultura comercial de proximidad de la ciudad”. Todo atado y bien atado por el “filtro del comisariado económico, cultural e ideológico.” A falta ya de ninguna idea original, se trata, otra vez, de pregonar y propagar el anticlericalismo de una alcaldesa empeñada en menospreciar, despreciar y ofender la fe y la tradición de una parte importante de la ciudadanía. 

Más allá de las creencias y sentimientos personales, desde el punto de vista ideológico Colau es el arquetipo de falsa izquierdista que vive de rodillas ante ideas confusas y vagas que cree que son sus falsas virtudes. Como tal, traiciona su propia fe al igual que un obispo de comarcas. Amortizada, quemada e ideológicamente destartalada, su ecologismo es la versión sacralizada de su catecismo retrógrado. Es una más de aquellas/os que se piensan enemigas/os de Dios (no de Alá) y no inquietan ni a un monaguillo. Su espiritualidad, que babea ante dioses y mitos orientales, es morralla de bazar. Su cacareado progresismo laicista está ya tan momificado que resulta grotesco. Especialmente, cuando imita al Pulgarcito del palacio de enfrente y felicita antes a los mahometanos que a los cristianos.

Ignorante de que no ofende quien quiere sino quien puede, no sabe que el Profeta Muhammad sentenció: “Si alguien posee cuatro características es un completo hipócrita, y si alguien posee una de ellas tiene un rasgo de hipocresía hasta que la abandone: cuando se confía en él, traiciona la confianza; cuando habla, miente; cuando hace un acuerdo, lo rompe; y cuando tiene un litigio, se desvía de la verdad hablando falsamente”. Es, prácticamente, el retrato de la alcaldesa, de las/os de su cuerda y el del gestor vecino de su enfrente. Un personal que dice no creer en dioses ni mitos, pero que acaban por creerse hasta sus propias patrañas.

Pretende liquidar la fe de los demás y ni ha leído lo que en su Carta XIX aconseja el diablo Escrutopo a su sobrino Orugario para enviar más clientela a las llamas del averno: “Déjales discutir si el amor, o el patriotismo, o el celibato, o las velas en los altares, o la abstinencia del alcohol son buenos o malos”. Es lo que hay, y tampoco sabe que una vez se llega allí, la inscripción que Dante Alighieri encontró en la puerta del infierno es: “Abandonad toda esperanza quienes aquí entráis”. No en vano, también aconseja el demonio a su sobrino en la Carta XXX: “Debes alimentar las falsas esperanzas”. De ahí que, de tanto jugar con fuego, podría quemarse la alcaldesa a la que gusta predicar su apego al olor de chamusquina.