Aún es pronto para medir el alcance que tendrá la onda expansiva de lo sucedido con los presupuestos de la Generalitat. No obstante, parece indiscutible que el tablero político catalán ha recibido un severo puntapié. La tramitación de las cuentas, merced al acuerdo entre ERC y los comunes, certifica la quiebra de la mayoría independentista que invistió a Pere Aragonès, hace apenas seis meses. En realidad, la mayoría del 52% ha sido siempre una mistificación. Sobre todo por la incoherente amalgama de unos socios en permanente disputa. Tras una agónica investidura, cada decisión que ha tenido que adoptar el ejecutivo ha propiciado un duro enfrentamiento interno: aeropuerto, mesa de diálogo, presupuestos... El resultado ha sido una gobernanza errática e impotente. La razón de fondo es que el "procés" fracasó y ya es historia. Deja, eso sí, una sensación general de cansancio entre la ciudadanía, mezclada con el estrés de una pandemia que no acaba y sus inquietantes impactos socioeconómicos. En algunos sectores, queda también un poso de amargura, frustración o resentimiento. La herida de la sociedad catalana no ha cicatrizado. Pero no cabe ya ningún otro "embate". Europa dio la espalda al secesionismo y la crisis territorial catalana ocupa el número 33 entre las preocupaciones de la ciudadanía española. Todo el mundo lo sabe. Sin embargo...
Los partidos independentistas permanecen en cierto modo cautivos de un relato agotado. La insomne disputa entre ERC y las últimas mutaciones del gen convergente poco tienen que ver con la radicalidad independentista. Se trata de un lenguaje encriptado. No. La auténtica pelea tiene que ver con el poder, con el control de la administración autonómica y su multimillonario presupuesto, con las redes de influencia que todo ello permite tejer. Hace tiempo que la globalización desplazó a la burguesía industrial hacia nuevos registros, vinculados a la especulación, la participación en corporaciones e inversiones extranjeras y la terciarización de la economía. Las élites tradicionales, otrora presentes en la sociedad civil, fueron diluyéndose. La derecha catalana quedó vertebrada en torno a la nomenklatura de la Generalitat. Salvando todas las distancias, el fenómeno recuerda el papel de la burocracia soviética, gobernando en nombre de una clase ausente, titular oficial u oficioso del Estado. Es esa maquinaria autonómica lo que está en disputa. Bajo la égida de Jordi Pujol, su alta administración fue una plaza fuerte convergente. Pero ERC, la versión más masadera y plebeya del nacionalismo, lleva tiempo ambicionando esa posición. Y va camino de hacerse con ella. El "procés" permitió a la casta dirigente conservar el poder, cabalgando la efervescencia de las clases medias ante la recesión mundial mediante un discurso nacional-populista. Eso, desde luego, no tiene más recorrido. Pero queda la inercia de estos años. Y estalla, descarnada, la guerra fratricida por la hegemonía del espacio soberanista. En una reciente charla de Federalistes d'Esquerres caracterizaba el actual momento político como una suerte de interregno: un período de tiempo en que un Estado no tiene rey... o carece de gobierno.
Los triunfos de estos días son tácticos: amplían el campo de lo posible, pero no predeterminan ningún desenlace. Gracias al pacto agónico con los comunes, ERC salva al príncipe y a sus presupuestos. Aragonès afirma su autoridad, se zafa de la CUP y reduce JxCat al papel de socio gruñón. En tales condiciones, ERC puede dar su aval a los presupuestos del Estado y acariciar su tan anhelada centralidad política. Sin embargo, la maniobra presenta no pocas aristas. En primer lugar, el acuerdo ha supuesto destrozar la estrategia municipal de Ernest Maragall y liquidar sus aspiraciones a la alcaldía. Por otro lado, veremos la autoridad presidencial es respetada por unos socios encabritados, que se debaten entre las ganas de romper la baraja y la conciencia del frío polar que hace fuera del gobierno. Por su parte, es indiscutible que Ada Colau se apunta un tanto muy significativo: desbarata la ofensiva de un adversario directo y afianza definitivamente la capacidad de acción del gobierno municipal hasta las próximas elecciones. Puede presumir incluso de que los comunes hayan sido decisivos en un "billar a tres bandas", facilitando presupuestos en Barcelona, Cataluña y España. Barcelona bien vale una misa. Pero aquí también hay contrapartidas. Los concesiones obtenidas en la negociación con ERC --en temas medioambientales o de movilidad-- no alteran el sesgo de las cuentas, mucho menos sociales de lo que se pretende. Sin duda, la premura no permitía ir demasiado lejos. Pero habrá que ver cómo acaba percibiéndose ese "cambio de cromos" en los territorios --donde no pocas demandas apremiantes quedarán desatendidas-- así como en franjas de la población especialmente golpeadas por la pobreza. Finalmente, Ada Colau se ve obligada a optar a un tercer mandato municipal. Y la contienda de 2023 se augura muy difícil para lograrlo. Hay demasiadas incertidumbres y nubarrones en el horizonte como para predecir cuál será entonces el humor --o el enfado-- de la ciudadanía.
Pero, al agrietarse definitivamente el bloque independentista, determinadas cuestiones se tornan apremiantes. Es posible que, por instinto de supervivencia, los socios intenten que el gobierno, como el Cid, siga cabalgando después de muerto. También cabe esperar que Aragonès quiera explorar una geometría variable en sus pactos. Pero, vistas las desavenencias en todos los órdenes, sería ingenuo suponer que eso permita una gobernanza eficaz, toma de decisiones importantes, impulso de proyectos, etc. Antes bien, prolongar la ficción acarrearía parálisis, inseguridad, pérdida de oportunidades... Todo lo contrario de lo que le conviene al país, necesitado de un serio "gobierno de las cosas", que diría el profesor Antón Costas. Muchos comentaristas han señalado que el pacto entre ERC y los comunes abre la posibilidad de imaginar nuevas mayorías. Es cierto. Quizá sea ese su mayor mérito. Sobre todo si significa que los de Junqueras inician una maniobra de aterrizaje, previsiblemente complicada y que requerirá algún tiempo. Tarde o temprano, habrá que reconocer que hay un elefante socialdemócrata sentado en medio de la habitación.
No son concebibles nuevas configuraciones políticas viables que no incluyan a una fuerza como el PSC: determinante tanto por su compromiso con el autogobierno, como por su influencia entre las clases populares. ERC rehúye el momento de admitirlo. Hacerlo supondría extender el certificado de defunción de un discurso que aún encuentra eco en sus bases. Pero, ¿por cuánto tiempo podrá ERC apoyar al PSOE en Madrid y negarse a hablar siquiera con los socialistas catalanes? Semejante manejo sólo podría prolongarse si ERC alcanzase la centralidad que tuvo CiU en sus días de gloria. Algo que se antoja por ahora quimérico. Con su movimiento, los comunes han contribuido a romper un tabú independentista. Ahora, toca propiciar escenarios en los que el conjunto de la izquierda de raíz social y tradición federalista pueda tejer pactos de progreso y animar una salida al ensimismamiento del país.