Hay que limpiar el presente de Barcelona de las manchas de la historia. Como primera providencia, ya se ha eliminado la estatua de Antonio López, por negrero. Habrá que seguir echando lejía al pasado para que se olvide que Cataluña floreció, también, a costa del comercio de esclavos. Cuando se suprimió la esclavitud, algunos catalanes explotaron a otros catalanes y a quien tuvieran a mano. Y será necesario, claro, hacer lo mismo con la estatua de Colón, padre del neocolonialismo moderno: que la lleven al trastero de la historia. Por su culpa a los mayas y a los aztecas y a los incas y a los caribes les pasó de todo y un poco más. En cambio, a la que los españoles (y los portugueses y los ingleses) abandonaron el nuevo mundo, sus flamantes dirigentes reconvirtieron aquellas tierras en un paraíso. Como cualquiera puede comprobar, la independencia supuso para Brasil, Argentina, Honduras, Haití, El Salvador o Nicaragua una época dorada con democracias plenas. De esas que le gustarían a Puigdemont.
Por supuesto, convendrá renombrar todas las calles y plazas que tengan relación con la monarquía o la nobleza o la burguesía explotadora. Y las de hombres machistas (o sea, todos). Y las instituciones que han servido para perpetuar la dominación de clase. ¿Qué hacer con los nombres de santos y similares? Fuera también: están contaminados por su pertenencia a una entidad, la iglesia, y a la santa inquisición.
Las palabras no son neutras, como sabe casi cualquiera. Hay que cuidar su uso y ajustarlo a lo políticamente correcto. Depurarlas de su utilización pasada y dominadora. Y los idiomas, también. El castellano, como resulta evidente, es una lengua impuesta. Conviene erradicarlo para que Barcelona y Cataluña emerjan en su pureza idiomática e identitaria. Y, claro está, habrá que expulsar de la ciudad cualquier rastro de la lengua catalana. Es evidente que permanece como residuo del colonialismo romano que impuso el latín. De no haber sido por ellos Barcelona seguiría hablando íbero en vez del latín mal hablado (sea catalán o castellano) que ahora emplean sus habitantes. Acábese pues con esa dictadura que pretende imponer el catalán como idioma, siendo, como es, un elemento más de dominación foránea. Después de todo, los catalanitos del principado pueden preguntarse, como hacían los militantes del Frente Popular de Judea ¿qué han hecho los romanos por nosotros? Y quizás respondan que el alcantarillado, las carreteras y otras minucias similares. Nada que pueda compensar la pérdida de la identidad nacional íbera. Que en la época de los Césares no hubiera naciones en sentido contemporáneo no es óbice para que se deje de considerar al imperio romano un régimen genocida y creador de naciones oprimidas. Cataluña es una prueba de ese genociodio cultural y lingüístico. Debe alzarse contra él y mostrar así el camino de la liberación al resto de pueblos oprimidos por la historia. Cualquiera que haya leído la Guerra de las Galias sabe que César masacró a los belgas, occitanos y celtas (en latín llamados galos).
Habrá que terminar también con los cómplices del genocidio cultural, aquellos que se entregaron a la barbarie dominadora abrazando el latín colonialista en cualquiera de sus variantes, desde Boscán a Ausiàs March y Cervantes. Con este último ya se ha empezado y el Ayuntamiento de Barcelona ha rechazado dedicarle estatua alguna, al menos hasta que se confirme eso que dice el Instituto de la Nueva Historia que sostiene que fue catalán y se llamaba, en realidad, Sirvent. aunque, si bien se mira, da igual: también él sería un fascista, un escritor renegado, refugiado en el castellano. O quizás refugiado en el catalán como se verá cuando aparezca esa primera edición catalana del Quijote luego traducida al castellano por imposición franquista. Da lo mismo: debería haber escrito en íbero, el idioma propio del territorio. Pasarse al latín no deja de ser una traición a la lengua.
Es posible que en este análisis haya algún anacronismo. No importa. Como es bien sabido, la historia siempre la escriben los vencedores y la falsean a su gusto, de modo que no es necesario atenerse a rigor historicista alguno.
Que quede claro: el castellano y el catalán que habla la mayoría de ciudadanos de Cataluña son lenguas impuestas por el colonialismo romano. Hay que eliminarlas. El Govern ha empezado ahora por el castellano (que Ada Colau quiere recluir en colegios privados) pero luego seguirá con el catalán. Claro que es el mismo Govern que lleva 40 años practicando la inmersión lingüística y apenas ha logrado que la mayoría hable más el castellano y muchos ignoren el catalán. De modo que ¡Viva el pueblo íbero libre! Se diga como se diga en el idioma original.