Desde que entró en vigor el llamado pasaporte Covid para acceder a bares y restaurantes de mi querida ciudad, me siento un poco más ninguneado que de costumbre por la sociedad que me acoge (o me soporta: nunca he tenido una autoestima muy alta). No es que me pase el día (y la noche) en los bares, como solía hacer de joven, pero, ya que me tomo la molestia de cargar con un folio doblado en ocho que cada día está más arrugado, agradecería que alguien me lo pidiera, aunque solo fuese para hacerme la ilusión de que existo o de que el maldito código aún puede ser leído por la aplicación de turno. De momento, en el bar donde suelo desayunar nadie me ha pedido nada. Y lo mismo sucede en el popular restaurante barcelonés en el que como los martes con uno de mis más viejos y queridos amigos. Por un lado, agradezco la confianza hacia los clientes fieles, pero, por otro, no acabo de entender que el hecho de visitar con frecuencia un establecimiento actúe a modo de “detente, bala” frente a los peligros del contagio de esta nueva y molesta peste que llevamos soportando desde hace dos años. ¿Es usted cliente habitual de nuestro establecimiento? ¡Pase el señor y no hace falta que nos enseñe ese gurruño ilegible que lleva en el bolsillo porque es un carcamal que no sabe descargárselo en el móvil! ¿Que a usted es la primera vez que lo vemos? ¡Quieto ahí y a enseñar el certificado de marras! Como criterio para frenar el contagio del virus, no me dirán que no es peculiar (aunque como muestra de urbanidad resulte impecable). En fin, otra cosa más que no me cuadra sobre el coronavirus. Y tampoco le voy a dar mayor importancia, ya que la Covid 19 es un asunto del que no entiendo absolutamente nada.
Sin salir del bar o del restaurante, ¿por qué me puedo quitar la mascarilla en la mesa, pero debo llevarla puesta en la barra? ¿Es que el virus es tan educado que no ataca a los que se sientan para no molestar? Me recuerda a cuando las terrazas cerraban a medianoche: antes de esa hora, pimplar al aire libre era seguro, pero hacerlo a partir de las doce entrañaba, al parecer, unos riesgos tremendos, ya que, por motivos inexplicables, el virus se venía arriba nada más pasar la medianoche. Y así sucesivamente, hasta el punto de que uno ha llegado a la conclusión de que aquí nadie sabe dónde le da el aire: ni los gobiernos, ni la comunidad científica, ni los devotos de las vacunas, ni los furibundos anti vacunas. Conclusión: haga usted lo que le salga de las narices, pues no hay garantías de que nada de lo que haga vaya a redundar en su beneficio. Como sujeto vacunado, a veces me siento un conformista y un calzonazos, pero me consuela observar la cantidad de majaretas que hay en el sector anti vacunas, convencidos de que todo el mundo nos miente y de que solo se encuentran atisbos de verdad en ciertas webs conspiranoicas. Eso sí, cuando veo que se contagian los vacunados, ya me pierdo y solo puedo recurrir a las estadísticas para comprobar que, efectivamente, el número de afectados (y de muertos) es superior entre las filas de los anti vacunas (magro consuelo, francamente).
Lo único que tengo claro es que los chinos nos deben una explicación, como Pepe Isbert a los habitantes de Villar del Río en Bienvenido, mr. Marshall, pero que, a diferencia del alcalde de aquel pueblo imaginario, no tienen la menor intención de dárnosla: las dictaduras comunistas, sobre todo cuando son fuertes, es lo que tienen. Sin un conocimiento preciso de los orígenes de la catástrofe, vamos todos dando palos de ciego. Unos se lo toman a la tremenda y hasta se manifiestan contra el Gran Hermano que nos vigila. Otros obedecemos la ley del mínimo esfuerzo y nos vacunamos, pero sin quedarnos muy convencidos de que vaya a servirnos de algo. Y así va pasando el tiempo mientras se suceden las variantes –que suelen anunciarse como muy dañinas y luego resulta que igual sí o igual no-, se discute sobre la obligatoriedad de las inyecciones, se inventan nuevas restricciones que la gente se salta porque nadie se encarga de supervisar su implementación (véanse mi bar de las mañanas y mi restaurante de los martes), el pasaporte Covid es necesario para entrar en el restaurante, pero no en El Corte Inglés, y, como se acerca Navidad, nos apelotonamos en las zonas comerciales de la ciudad porque hay que ponerse con los regalitos.
Solo sé que no sé nada, dijo Sócrates. Siglos después, seguimos en las mismas y la enfermedad cada vez se parece más a una lotería. Si me considerase un líder de opinión, acabaría este artículo diciéndoles a mis queridos lectores lo que tienen que hacer en el caso que nos ocupa. Como no lo soy y no tengo ni idea de cuál es la actitud adecuada, solo puedo decirles que hagan lo que quieran porque, total, nada garantiza nada y todo esto del virus resulta más bien incomprensible. Si eso, recurramos al fatalismo y releamos a los estoicos.