Como saben todos los adictos a las series británicas de temática criminal, lo primero que hace un poli cuando investiga un delito es preguntar si había cámaras en la zona que hayan podido captar la imagen del perpetrador de turno. El poli en cuestión suele mirar a sus compañeros y hacerles una pregunta que se reduce a unas siglas: “¿CCTV?” (o sea, televisión de circuito cerrado). Londres es, probablemente, la ciudad europea (o ex europea) con más cámaras de vigilancia por metro cuadrado. Y últimamente han resultado bastante útiles para hacer frente a un problema local del que no se ha hablado gran cosa en la prensa continental: el apuñalamiento sin motivo aparente de conciudadanos que pasaban por allí. La CCTV ha llegado a Londres para quedarse, y las inevitables quejas de los ciudadanos que ven al Gran Hermano por todas partes y se sienten permanentemente vigilados por la administración no han sido suficientes para revertir la situación. Veremos qué pasa en Barcelona con las 17 cámaras que el Ayuntamiento –en la que a mí me parece una de sus primeras iniciativas razonables de los últimos tiempos– va a distribuir a lo largo del paseo de Gràcia. Algo me dice que van a crear más polémica que la espantosa estrella de la Sagrada Família, ideal para colocar en lo alto de unos grandes almacenes en Navidad o culminando la sede central de un banco, pero francamente intempestiva en un templo supuestamente dedicado a la gloria del Señor (aunque también es verdad que, después de todos los penosos apósitos de Subirachs, ya todo da un poco lo mismo).
Evidentemente, a nadie le gusta que lo vigilen. Nadie quiere quedar inmortalizado en una cinta besando a una mujer que no es la suya o meando donde no debe, pero yo diría que el objetivo de la CCTV no es centrarse en esa clase de actividades más o menos reprobables, sino en ayudar a la policía a resolver casos que desafían a ese cierto orden que debe reinar en cualquier lugar. En ese sentido, no sé si el paseo de Gràcia es la zona más adecuada de la ciudad para trufarla de cámaras, aunque los comerciantes de la zona las ven bien y supongo que los turistas a los que les roban su oneroso peluco también. Empezar poniendo cámaras en rincones de mayor actividad criminal habría sido más lógico –en general y, también, teniendo en cuenta el supuesto progresismo que distingue a la administración Colau–, pero ya se sabe que en esos sitios abunda la chusma que no vota, que hace de su capa un sayo y que va, socialmente hablando, a su bola. Tampoco es descartable que se consiga el efecto Giuliani, cuando el alcalde de Nueva York en los años 90 convirtió la zona de Times Square en Disneylandia, pero empeoró la situación en barrios ya complicados como Queens o el Bronx. Pero por algún sitio hay que empezar y el paseo de Gràcia, con su tono señorial y sus tiendas para ricachones, puede funcionar muy bien como punto piloto en la política local de seguridad.
En un mundo perfecto, la CCTV no sería necesaria, como tampoco lo serían las medidas de seguridad que han convertido los aeropuertos y los viajes en avión en sendas pesadillas para el contribuyente. No me extrañaría que se pusiera en marcha una cruzada libertaria en la línea de los antivacunas, pero me temo que el poder tiene maneras más eficaces y sutiles de tenernos a todos controlados. Que respiren, pues, tranquilos los cónyuges infieles y los beodos incontinentes porque la cosa no va con ellos y sus imágenes comprometedoras no deberían interesar a nadie. Y si alguien cree que estoy abogando por un estado policial, que vea esos thrillers británicos que les comentaba al principio y compruebe que las cámaras en la calle pueden contribuir a resolver más de un delito. Y de dos.