El Ayuntamiento de Madrid debería imitar al de Barcelona y eliminar la figura de hijo predilecto de su catálogo de distinciones. Así evitaría meterse en los jardines que tanto le gusta visitar a José Luis Martínez Almeida, como ese que acaba de pisar a propósito de Almudena Grandes, a la que ha denigrado a título póstumo.

Si el consistorio de la capital ha aceptado conceder esa distinción a la escritora a cambio de aprobar los presupuestos que Vox no traga, que apechugue, como hace la gente responsable. Almeida se ha equivocado mucho al disculparse con la extrema derecha de la que es prisionero echando basura sobre la difunta, como ha señalado atinadamente su viudo, el poeta Luis García Montero.

No importa que Grandes cometiera un lamentable error en 2008 haciendo un chiste tenebroso sobre violaciones de monjas en el Madrid de la guerra civil, ni siquiera que con ello contribuyera a cierta versión de la memoria histórica que José Luis Rodríguez Zapatero fomentó desde el Gobierno y que sirve de base al grueso de la obra de la escritora desaparecida. Lo que no puede hacer el alcalde es justificar su filibusterismo con aquel artículo desgraciado de hace 14 años o con otras afirmaciones desafortunadas de la novelista. Haría bien en tomar nota del Ayuntamiento de Barcelona, que acaba de actualizar su reglamento de honores y distinciones, consolidando los cambios que ya introdujo en 2012 para eliminar la figura del hijo predilecto, incluso el adoptivo, y dejándolo todo en la versión medalleo. Los motivos de fondo no son menos retorcidos que los del edil madrileño –al enemigo, ni agua–, pero el ruido no es tan molesto. ¡Cuando conviene dar una calle a un cómico popular, por ejemplo, se le da, y santas pascuas!

Vox juega en Madrid el mismo papel en esto de la concesión de honores que la CUP en Barcelona. No deja de llamar la atención que los partidos teóricamente puros en sus postulados extremistas sean los que más se interesan por cuestiones de protocolo que son menores, que importan un rábano a la ciudadanía y que para nada afectan a la gestión de la ciudad.

Juan Antonio Samaranch, probablemente el hombre que, junto a Pasqual Maragall, más ha hecho por Barcelona en el último siglo, ha sido ninguneado por su pasado falangista y como procurador en las Cortes franquistas. En 2013, tres años después de su muerte, Xavier Trias no pudo dedicarle una calle pese al apoyo del plenario porque los tentáculos de los cupaires y de los comunes en las organizaciones vecinales le forzaron a desistir.

Un PSC titubeante propuso inicialmente su nombre para el Museo Olímpico, pero después se opuso a que tuviera una calle. La CUP consiguió que se retirara del vestíbulo del ayuntamiento la escultura de una bolsa de deporte con la antorcha de las Olimpiadas del 92 a la que acompañaba una inscripción alusiva a quien fuera presidente del COI durante 21 años y que consiguió traer los Juegos Olímpicos a Barcelona. Posteriormente, el pleno apoyó su restitución, pero sin la placa que citaba a Samaranch gracias al voto de los propios antisistema, ERC y Barcelona en Comú.

La gran diferencia entre el episodio de ahora en Madrid y aquel de Barcelona es que, al contrario que la familia de la escritora, los hijos del también exembajador de España en Moscú prefirieron silenciar la polémica para que el nombre de su padre dejara de estar en boca de la nueva satrapía, víctima de un sectarismo cainita impropio del siglo XXI, pero tan presente a ambos lados del Ebro.