Prevaricación. Malversación. Tráfico de influencias. Son algunos de los cargos a los que se enfrenta Ada Colau y por los que tendrá que dar explicaciones en sede judicial el próximo día 4 de marzo. Según el código de ética política de Barcelona en Comú (concretamente, el artículo 3.6), la alcaldesa debería dimitir de inmediato y ser sustituida… Si encuentran a alguien en el partido que no esté también metido en algún fregado, claro está, lo cual no va a resultar sencillo. Lo más raro del asunto es, en mi opinión, que la cosa haya tardado tanto tiempo en llegar a esta coyuntura, pues era un secreto a voces que Ada disponía con suma desfachatez del dinero público para repartirlo entre sus, digamos, compañeros de lucha por una ciudad mejor. Todos sabíamos de la existencia de esas (supuestas) entidades sociales congregadas en el número 43 de la calle Casp. Todos sabíamos que el DESC recibía dinero a granel, pese a que (o gracias a) por él había pasado lo más granado de los comunes, de Ada a Jaume Asens, pasando por el peronista listo Pisarello (nada que ver con el peronista zote Fachín, que no pilla cacho ni a tiros). Algo parecido ocurría con Ingenieros sin Fronteras, el juguetito del siniestro Eloi Badia. O con la Alianza contra la Pobreza Energética. O con la PAH, que fue el trampolín de Ada al mundo de la política. Pero el hecho de que todos estuviésemos al corriente de las irregularidades en las subvenciones a tan necesarias entidades era algo que a Ada le entraba por una oreja y le salía por la otra, ya que lo suyo es, al parecer, una versión actualizada del despotismo ilustrado, un concepto ya difícil de natural (a los ilustrados les da cosa ejercer de déspotas y los déspotas acostumbran a ser unos tarugos) que todavía lo es más cuando quien quiere aplicarlo une a su ineptitud una actitud sobrada y perdonavidas, como es el caso de los comunes en general y de Colau en particular.
No podrá quejarse nuestra (por el momento) alcaldesa de que esto no se pudiera ver venir. La acumulación de corruptelas, nepotismos, favoritismos y demás trapisondas desde el poder han ido creciendo de manera exponencial durante los últimos años, como si Ada estuviera jugando una partida al siete y medio y siguiera pidiendo cartas sin importarle que se había pasado hacía tiempo. Y es que los comunes no se han tomado ni la molestia de guardar las formas. No lo han hecho con el nepotismo generalizado en su gestión, que ha convertido el partido en una estupenda agencia de colocación para amigos, novios/as, cuñados y demás personajes afectos al peculiar régimen instaurado por Colau en el que cualquier elemento crítico u opositor era tildado de enemigo del progreso (o del pueblo), de reaccionario o, directamente, de facha, que es el insulto más utilizado en España a la hora de quitarte de encima a cualquiera que te moleste (este diario y Crónica Global están considerados lo peor de lo peor por el actual equipo municipal). Una vez bien colocados los amiguetes, había que echarles de comer, cebando los chiringuitos progresistas en los que se habían refugiado. Y se hacía sin parar y sin detenerse a pensar que la cosa cada día cantaba más y resultaba menos explicable y/o disculpable. Conclusión: el 4 de marzo, a declarar, Ada, y más vale que te prepares un poco la comparecencia, pues no creo que cuele lo de acusar de fachas a los jueces y a la prensa desafecta.
Hay aquí, además, una víctima colateral: la izquierda barcelonesa y, por extensión, la catalana y la española. Si Podemos ha contribuido enormemente a denigrar el concepto de izquierda en todo el país, Barcelona en Comú ha puesto mucho de su parte para hacer lo propio en nuestra ciudad. Sus miembros más destacados, tan ignorantes como sobrados, se han propuesto salvarnos de nosotros mismos, como hicieron, en diferentes circunstancias, Franco y Pujol. Al igual que estos dos personajes siniestros, los comunes se han comportado como si supieran qué era lo que nos convenía a todos, aunque a muchos nos pareciera que sus imposiciones y sus delirios de iluminado no eran lo que más necesitaba Barcelona. En su política avasalladora y corrupta, los comunes no han sabido parar a tiempo, pese a los avisos recibidos y a todos los artículos publicados sobre sus tendencias al nepotismo y a repartir dinero público entre sus leales. Ha llegado, pues, la hora de judicializar la política como se hizo con el prusés, una judicialización inevitable cuando quien gobierna cree que todo le está permitido y que de todo se va a salir de rositas.