Las crisis económicas siempre tienen consecuencias sociales y, un poco más tarde, repercusiones políticas. Con la crisis de 2007-2008, cuando en Estados Unidos se avecinaba el desastre con las ‘subprime’, el organigrama económico que se había implementado gracias al llamado consenso de Washignton –crecimiento, con un control total de la inflación que se pensó que sería eterno—se generó una depauperación de la sociedad. Los efectos políticos no fueron inmediatos. Y cobraron, fuerza como ocurre siempre, cuando se inició la recuperación, porque no todos salen a flote al mismo tiempo. Y los descontentos, los que han quedado atrás, los más perjudicados, o los que consideran que no pueden seguir al vecino, muestran ese malestar con una traducción política. Eso fue Podemos, que logró, de forma completamente inesperada, cinco escaños en las elecciones al Parlamento europeo en 2014.
El movimiento podía estar justificado. Ni el PP ni el PSOE se veían como partidos receptivos para nuevas demandas, para personas que no podían entender cómo todo había girado alrededor del poder financiero, dejando en la estacada a autónomos, pequeños empresarios y asalariados con hipotecas. Y el partido que más sufrió, en las elecciones posteriores a la alcaldía de Barcelona, fue el PSC, que obtuvo, en 2015 sólo cuatro concejales por los 11 de Barcelona en Comú, de Ada Colau. La actual alcaldesa consiguió el 25,2% de los votos, pero en el modelo municipal que impera en España quien consigue la vara de mando tiene un enorme poder. Formaba parte de un grupo de activistas que nunca soñaron que pudieran gobernar.
Las prioridades cambiaron. El movimiento a la izquierda del PSOE se ha concentrado, en Barcelona, en lo que ahora la ministra Yolanda Díaz llama la política de los ‘cuidados’. Se trata de mantener lo que se tiene, de compensar a los más debilitados, de paliar situaciones complicadas en la ciudad. Y se deja para más adelante, ¿cuándo?, el impulso y el desarrollo económico que debe permitir, precisamente, que después se pueda ayudar a los que quedan rezagados.
El acento se coloca en la transición energética, en el medio ambiente, en los llamados valores post-materialistas, como apuntaba el maestro Inglehart. Sin embargo, esa nueva política que dice estar al lado del vecino que sufre los excesos del capitalismo se ha acabado transformado en la más vieja política, la que se concentra en los ‘fans’, en los ‘insiders’, en los que comulgan con los cuatro mandamientos que se han impuesto. Y cualquier reproche a esa política acaba siendo un ataque a la “democracia”.
Esa forma de actuar es interesada y responde a cálculos electorales. Los comunes no pretenden buscar nuevos apoyos, ensanchar la base, --como dice ERC respecto a su propio proyecto—sino cohesionar a los suyos, dotarles de enemigos políticos para que no tengan la tentación de cambiar de caballo. ¿Le basta a Ada Colau esa estrategia? Puede que sea suficiente, sí, porque los comunes han entendido que los nuevos tiempos se caracterizan por la fragmentación. Si se blinda esa parte fiel, se puede seguir gobernando. Y esos fieles se acaban transformado en defensores de una iglesia, más que en electores de una determinada oferta política.
Esa ‘nueva política’ no aporta gran cosa si lo que se pretendía era mejorar la calidad del sistema democrático, tras grandes reproches a los partidos de siempre, tras descalificar una y otra vez al PSC, partido al que ha necesitado para gobernar.