Siempre es un buen momento para la autocrítica, así que no me duelen prendas para reconocer que formo parte del colectivo de los technologically challenged, que es como los anglosajones definen a los tullidos tecnológicos, a la gente que mantiene una actitud tormentosa con todo aquello relacionado con la tecnología. Lo mío viene de antiguo, pues llevo toda la vida batallando con tocadiscos que no suenan, televisores que no se ven, cámaras de fotos que no hacen fotos y demás ingenios que, supuestamente, debían funcionar a la perfección y sin embargo no lo hacían. En mi mundo al revés, cada vez que compraba algo que hacía sin rechistar lo que tenía que hacer, en vez de sublevárseme y no dar una, lo experimentaba como una epifanía, como un milagro, ya que lo normal, lo que le pasaba a todo el mundo, era para mí algo inesperado e insólito.

Volví a comprobar mi mala relación con la tecnología cuando llegó la hora de descargarse el pasaporte covid. Mi intención, como la de todos mis amigos y conocidos, era instalar tan necesario documento en el móvil. Todo el mundo lo lograba. Menos yo, que acabé recurriendo a la impresión en papel del documento de marras (tras acudir para ello a una papelería con fotocopiadora, ya que, como habrán adivinado, la impresora se me sublevó hace tiempo y no imprime nada de nada, aunque la amenaces con dejarla hecha fosfatina a martillazos). Así me pasé meses cargando con un folio doblado en cuatro que se iba deteriorando con el paso del tiempo, hasta el punto de que, últimamente, ya no había lector QR que lo leyera (me acababan dejando entrar en los sitios porque me conocían o porque les inspiraba compasión, no lo tengo muy claro). Tras la tercera vacuna, decidí intentarlo de nuevo. Y esta vez lo conseguí, aunque me hice tal lío al entrar en La Meva Salut que acabé descargando el documento once veces, siempre dudoso de que hubiera alcanzado mi objetivo. Cuando lo logré, me puse tan contento que me pasaba el día enseñando el pase Covid de mi móvil, a menudo sin venir a cuento, muy en la línea de Mr. Bean en aquel episodio que va mostrando a todo el mundo la tarjeta de crédito que le ha concedido su banco porque es el primer sorprendido de disfrutar de ese privilegio y cree, además, que es el único, cuando hace décadas que el resto de sus semejantes disfrutan de una tarjeta de crédito.

Pero la alegría me va a durar poco. Leo que el gobiernillo va a eliminar el pase covid un día de éstos, ¡con lo que me ha costado transportarlo en mi celular! Reconoce la autoridad que igual no ha servido para nada. Y no me extrañaría que estuviéramos ante la primera admisión pública de una medida inútil, pues tengo la impresión de que no es la única, siendo el toque de queda la más discutible: con los bares cerrados a medianoche, solo los insomnes y los excéntricos se iban a dedicar a pasear por Barcelona entre la 1 y las 7 de la mañana.

Pese a todas las medidas calvinistas adoptadas por la administración, nuestros resultados en la lucha contra el virus nunca han sido mejores que los de Madrid, donde todo estaba abierto, las cañas corrían libremente y Díaz Ayuso confundía la libertad con el libertinaje. Aquí seguimos empeñados en hacerle la vida imposible al sector del ocio nocturno, por lo menos hasta que se descubra que los peligros no eran tales o, por lo menos, no eran de la gravedad que se nos decía. Yo diría que va cundiendo la impresión de que las medidas catalanas contra el virus han incurrido en una premeditada sobreactuación para sentirnos diferentes (o sea, superiores) a los españoles en general y a los madrileños en particular. Hemos caído como moscas y en mayor número que en el resto de España, hasta alcanzar el dudoso honor de encabezar la lista de contagiados. Se agradecería en algún momento --sin prisas-- alguna clase de explicación. O mejor dos. Una para la gente normal y otra para los technologically challenged como yo, condenados a hacer de Mr. Bean por los siglos de los siglos para compensar los esfuerzos invertidos en la obtención del pasaporte covid sin papelotes por en medio: si llego a saber que se lo iban a cepillar en cuestión de días, hubiera seguido trasportando la versión impresa, a la que ya me había acostumbrado, pese a su cada vez más evidente inutilidad. Aún no he alcanzado la edad necesaria para quejarme del maltrato tecnológico de los bancos a sus clientes provectos, pero, como pueden ver, ya apunto maneras.