Aunque de nombre inglés y apellido catalán, James Colomina es un artista francés (concretamente, de Toulouse) que fabrica unas esculturas anti sistema que cuelga donde puede y que a menudo son robadas por algún aficionado al arte contemporáneo para su particular disfrute, arrebatándoselas a su destinatario natural, el pueblo llano. Como suele suceder en el arte político, las estatuas del señor Colomina tienen buena intención, pero arrojan unos resultados discutibles por lo obvio de sus mensajes. La que colgó hace unos días en Barcelona resulta especialmente penosa: ocupa la peana que dejó libre el marqués de Comillas, cancelado por los comunes, y consiste en un señor de color rojo abrazado a un oso de la misma tonalidad; aunque es llamativa y más fea que pegar a un padre, lo peor llega con las explicaciones del artista: el oso es de peluche (se supone) y el señor que lo abraza es, en realidad, nuestro niño interior. Impecable muestra de buenismo seudo artístico: frente al vil traficante de esclavos, el niño interior abrazado a su oso de peluche, una imagen que ha conmovido a Ada Colau, quien la ha dejado en su sitio acogiéndose a su supuesta condición de arte efímero. Y a diferencia de lo sucedido en otras ciudades europeas con las bienintencionadas intervenciones del señor Colomina, aquí nadie ha aprovechado la nocturnidad para trincar la estatua y quitárnosla de la vista a sus sufridos conciudadanos, algunos de los cuales, francamente, ya nos apañábamos con la escultura del negrero, al que nos resistíamos a juzgar desde una óptica contemporánea y cuya relación con la ciudad nos parecía más evidente que la del señor Colomina, su niño interior y el oso de peluche.
Traficar con seres humanos no es algo de lo que nadie pueda sentirse orgulloso, pero no fue lo único que hizo el señor marqués durante su vida. A los prohombres hay que aceptarlos (o rechazarlos) en su conjunto. A menudo, las ciudades prosperan gracias a individuos que acumulan cadáveres en el armario, y no hay más remedio que apechugar con ellos, pues, a su manera, fueron importantes para la comunidad, aunque a menudo recurrieran para medrar a iniciativas que hoy se nos antojan discutibles. De hecho, el marqués de Comillas pagó por toda una burguesía que, probablemente, tampoco resiste un examen a fondo de sus actividades. Ojalá las ciudades se hicieran a base de niños interiores y osos de peluche, pero tengo la impresión de que no es el caso. Si hoy día no pasarían la prueba del algodón muchos de nuestros banqueros, constructores y capitanes de industria, calculen ustedes las incontables canalladas que debieron llevar a cabo sus antecesores para contribuir a la prosperidad de la ciudad y a la suya propia. ¿Qué nos hubiese encantado contar con unos señores de una honestidad admirable para tirar adelante Barcelona? Sin duda. Pero los señores de una honestidad admirable, como todos sabemos, suelen tener problemas para llegar a fin de mes y bastante trabajo tienen para salvarse a sí mismos como para ponerse a arrimar el hombro por el futuro de la ciudad que los acoge.
Aunque soy plenamente consciente de que el marqués de Comillas no era precisamente la madre Teresa de Calcuta, creo que representa mucho mejor la historia de nuestra ciudad que una cursi intervención seudo artística a cargo de un señor de Toulouse que no tiene el talento de Banksy ni, si me apuran, el de TV Boy. Solo oír la explicación del niño interior y el osito de peluche, dan ganas de derribar la escultura de marras, que afea mucho más el paisaje urbano que el negrero que antes estaba subido a la peana. Eso sí, como complemento al urbanismo táctico de los comunes, resulta impecable y coherente a más no poder.