El escritor Francisco Candel, cuyos archivos han pasado estos días a la Biblioteca de Catalunya, tituló su primera novela con una expresión que hizo fortuna: Donde la ciudad cambia de nombre. Hablaba de la periferia, de esos arrabales ocultos a la mirada de una burguesía bienestante que consiente en ver a los pobres ocupando trabajos mal pagados, pero prefiere que luego desaparezcan de la vista. Que metan sus manos callosas en los bolsillos de ropa barata y cocinen sus caldos y fritangas donde no puedan ser olidos.
La Barcelona de hoy cambia de nombre en muchos puntos. Lo hace en los poblados de chabolas autoconstruidas en sus márgenes, barracas que han proliferado al tiempo que aumentaban los desposeídos; lo hace en naves vacías de polígonos industriales a las que acuden quienes no pueden aspirar a otros techos, y lo hace también en algunos barrios centrales, donde los pobres (porque hoy vuelve a haber muchos pobres) se hacinan en viviendas de habitabilidad más que dudosa. No hace mucho que un concejal barcelonés, socialista por más señas, reconocía que la concentración de inmigrantes en el Raval tenía la ventaja de evitar conflictos racistas en otras zonas de la ciudad.
Hoy las cosas han cambiado, pero la ciudad sigue cambiando de nombre y aspecto en sus fronteras interiores y exteriores. Las segundas, casi invisibles, son las que se hallan entre dos poblaciones, debido al crecimiento del área metropolitana. Y es que la ocupación del terreno en los municipios catalanes se ha producido sin que cambiara una organización antigua y obsoleta.
La división municipal catalana es un desastre y escasamente eficaz. Pero hay muchos intereses para mantenerla. Los alcaldes no quieren perder la vara de mando y quedarse en concejales. Más aún, un día sí y otro también surge un barrio que quiere convertirse en municipio independiente porque se siente maltratado por el núcleo central. Por ejemplo, Bellaterra, muchos de cuyos vecinos están convencidos de que el Ayuntamiento de Cerdanyola se ocupa más del casco antiguo que de ellos, que viven en un arrabal, eso sí, uno de los arrabales con mayor renta per cápita de Cataluña.
A lo sumo, los consistorios aceptan mancomunarse o coordinar algunos servicios (basuras, limpieza, agua). Nunca unirse. Hace tiempo se elaboró un estudio (dirigido por Miquel Roca) en el que se proponía fusionar localidades hasta reducir en al menos un tercio los 946 municipios de Cataluña, algunos con serias dificultades para prestar unos servicios mínimos a sus vecinos. No le hizo caso ni su propio partido.
Barcelona descuida también sus barrios periféricos y, desde luego, la preocupación es mínima cuando la zona más o menos olvidada se halla en la frontera de dos poblaciones y depende de varias administraciones. Esta misma semana publicaba Metrópolis que la playa del Litoral, en Sant Adrià espera desde hace años algo tan urgente como un proceso de descontaminación. Y ya en el otro lado de la ciudad, la frontera con L’Hospitalet lleva décadas esperando a ser adecentada.
No es nuevo. La calle de la Riera Blanca, que separa o une, según se interprete, Barcelona y L’Hospitalet estuvo muchos años asfaltada en su mitad barcelonesa pero no en la hospitalense. Hoy eso ya no pasa, pero cualquiera que se sitúe en la caja que cubre las vías férreas a la altura de esa misma Riera Blanca puede mirar hacia Barcelona y ver un paseo (sucio, pero paseo al fin y al cabo) mientras que en L’Hospitalet verá playas de vías esperando a que llegue Godot a cubrirlas.
La entrada del AVE en Barcelona fue objeto de múltiples disputas, que se plasmaron en diversos proyectos. Uno de ellos fue el que finalmente se acometió: por L’Hospitalet hacia Sants. No era el preferido de Barcelona ni el favorito del Govern de la Generalitat, pero presentaba una ventaja: se cubrían las vías en el tramo barcelonés que va de Riera Blanca hasta la plaza de Sants y se actuaba en las que ocupan el barrio de la Torrassa, en L’Hospitalet, donde debía construirse una estación intermodal potente. La obra serviría también para suturar la brecha urbana entre la Torrassa y Santa Eulàlia. La cobertura de vías en Barcelona se ha hecho. Es posible que no sea la mejor de las soluciones para el vecindario, pero en términos generales mejora lo que había en el pasado. L’Hospitalet sigue esperando.
Es la penitencia por ser esa descuidada tierra de nadie que se da en todas las fronteras.