El Ayuntamiento de Barcelona se ha puesto de largo para presentar un ambicioso proyecto de racionalización –pacificación, podríamos llamarle usando el léxico de la alcaldía-- de la distribución comercial en lo que se conoce como última milla, el tramo más cercano al consumidor final.
Es una buena noticia porque es bueno que el consistorio se ponga manos a la obra en un asunto de una importancia trascendental que irá en aumento, y de muy compleja gestión. Además, lo ha hecho junto a las patronales, algo a lo que no nos tiene acostumbrados, pero que es muy positivo porque sugiere consenso y permite suponer que en este asunto va a huir del tic antiempresa que tanto pesa en el gobierno de la ciudad desde 2015.
El programa, denominado Estrategia municipal de la distribución urbana de mercancías 2030, abarca desde los grandes camiones que abastecen a los supermercados hasta las bicicletas que llevan bocadillos a los domicilios. Para los primeros promete “potenciar las franjas temporales”, una definición que apunta más a limitar el horario de ruidos e interrupción del tráfico que a otra cosa. Para las segundas no dice mucho, aunque ahí reside uno de los principales retos del futuro porque el transporte de platos preparados se ha convertido en la estrella del negocio: en el primer trimestre de 2021 creció un 500% en España respecto al mismo periodo del 2020. La pandemia no ha hecho más que acelerar el fenómeno, aunque en nuestro caso con unas características singulares, como demuestra el hecho de que seamos el cuarto país europeo en devoluciones de compras online.
Llama la atención que la estrategia de la distribución capilar no tenga en cuenta a la flota de taxis del área metropolitana, que supera los 10.000 vehículos en permanente movimiento. También sorprende que no se haya tenido en cuenta a los comercios tradicionales, muy perjudicados por el ecommerce, pero que podrían ser útiles para la entrega de paquetes y, a la vez, verse beneficiados por la compra no planificada de quienes les visiten para recoger sus envíos, además de la comisión por depósito.
Lo que no sorprende en absoluto es la llamada tasa Amazon, ya anunciada por la alcaldesa tiempo atrás. El principio de que quien usa la ciudad debe pagar es aceptable, aunque polémico. Porque podría aplicarse a quienes no viven en Barcelona, sino que la consumen, la contaminan y la colapsan; y mucho más a los usuarios de las autopistas, cuyos peajes y mantenimiento han desaparecido.
Esperemos que el consistorio supere la tentación de convertir un asunto tan complicado como este en otra bandera de su cruzada contra las grandes empresas, representadas en este caso por la que ha hecho a su propietario el segundo hombre más rico del mundo.