La antigua sala Bikini de Barcelona y los bocadillos de jamón y queso calentitos que llevan su nombre, llamados mixtos en otros lares, así como las prendas de baño para mujeres en dos piezas, braga y sostén, deben su nombre al atolón Bikini. Es un atolón deshabitado, aunque mejor sería decir desalojado, de 6 km² de superficie, que pertenece al archipiélago de las islas Marshall, en medio del océano Pacífico. El atolón lo forman treinta y seis islas que forman un anillo y rodean una laguna de más de 590 km². «Bikini», en lengua indígena, viene a significar «tierra de cocos».
Pero el atolón Bikini no debe su fama a los cocos, sino a las veinte bombas atómicas y de hidrógeno que los Estados Unidos. hicieron explotar en la laguna entre 1946 y 1958. En la primera de esas explosiones, la bomba fue colocada en medio de una flota de viejos portaaviones y acorazados de la Segunda Guerra Mundial, algunos de ellos capturados al enemigo. Unos cuántos se fueron a pique después de aquello.
De eso no se acuerda casi nadie y hoy la Operación Bikini consiste en ponerse a régimen después de los excesos navideños para poder lucir palmito en la playa, cuando lleguen las vacaciones. Estos días, en pleno inicio de este suplicio autoimpuesto, se han puesto en marcha el régimen de la alcachofa, el del plátano, el del ayuno intermitente y cualquier otro que nos prometa lucir como Monica Bellucci o Daniel Craig en sus mejores días. No quiero amargarles la fiesta, pero la Operación Bikini está condenada al fracaso, siempre lo está.
Pero existe otra Operación Bikini, una que deja residuos tóxicos, como los que dejaron las bombas nucleares yanquis. No consiste en ponerse a régimen, sino en oponerse al régimen. ¿A qué régimen? A uno que llaman del 78, como si fuera un vino de marca. Los integrantes de la Operación Bikini meten mucho ruido y acabarán haciendo daño, si no lo han hecho ya, que creo que sí.
En el meollo de la Operación Bikini están los nacionalistas, da igual de qué bandera. ¿Puedo decir «mierda» en una columna de opinión? Pues allá va: el nacionalismo es una mierda, y todo lo que toca lo deja pringado de mierda. En pequeñas dosis, es como una enfermedad crónica, que molesta y duele, pero te acostumbras a vivir con esa murga. Pero cuando aprieta, es capaz de paralizarlo todo. Prueba de ello la tenemos en Cataluña, donde la enfermedad dejó de ser crónica y ha pasado a ser una mierda como un piano que lo ha paralizado todo y ha sembrado el país de odios innecesarios, pero contumaces. En toda España, cuando un partido se pone estupendo con la bandera, y más si tiene nombre de diccionario, nos aproxima al proceder de personajes como Torra, Borràs o semejantes.
Como la esencia del nacionalismo es distinguir entre «uno de los nuestros» y «los demás», una constitución estándar occidental, como la que tenemos, normalita, les resulta profundamente incómoda, y prefieren un gobierno que pueda cambiar la constitución a voluntad y tener al poder judicial en el bolsillo, como se demostró en septiembre de 2017.
Luego están unos que se llaman de izquierdas y no pasan de peronistas arregladitos. Como los nacionalistas, insisten en ser «la voz del pueblo», defender «la verdadera democracia» y largar discursos profundamente huecos. Abandonaron hace tiempo la voluntad racional e ilustrada de la izquierda clásica para abonarse a la palabrería del relativismo posmoderno, lo que es terreno abonado para hacer a un mismo tiempo una cosa, la contraria y nada, en consecuencia. ¡Cuánto daño han hecho a la izquierda! Cuánta nulidad esconden.
Pues agárrense, que en Barcelona nos viene más de un año de intensa Operación Bikini, que nos estamos arrimando a las elecciones municipales y ya se está notando. Mucho tiene que cambiar todo para que no lleguen a la alcaldía representantes de estos movimientos tan majos. La oposición o bien sufre el síndrome de Estocolmo o bien ni está ni se la espera.