Con la edad, uno se va sintiendo cada vez más de otra época y, a veces, de otro planeta. A mí me sucede cada año por estas fechas, cuando se celebra en Barcelona el Mobile World Congress o gran feria de la telefonía móvil y sus derivados. Soy de las pocas personas que quedan que utilizan el móvil casi exclusivamente para hablar y enviar mensajes, por lo que todas las novedades relativas a este asunto me la traen ligeramente al pairo. Reconozco que a veces pierdo alegremente el tiempo en Facebook e Instagram, dos inventos de gran utilidad para cuando llegas antes de hora a una cita y necesitas pasar el rato con algo que no te caliente mucho la cabeza. Facebook lo utilizó para colgar mis artículos (menos los que son de pago: no estoy para amargarle la existencia a quien me paga a mí por ellos) e Instagram me sirve para seguir a unos cuantos dibujantes de comics, ver a qué se dedican Charo y Pee Wee Herman y mirar fotos de mujeres en diferentes grados de desnudez. No sé nada de apps y no suelo hacer fotos. Por eso, cuando llega el Mobile, observo que me trae sin cuidado: es como si me proyectaran una película de ciencia ficción terriblemente aburrida. Me alegro por el dinero que ingresa la ciudad y el sobresueldo que se sacan los taxistas, pero hasta ahí llego. Veo por la tele a los congresistas y pienso que sus vidas no pueden interesarme menos.
Pese a mi actitud displicente, me entero de algunas cosas, que son siempre las más chuscas. En la edición de este año del Mobile he visto que han nombrado al jefazo del evento, John Hoffman, hijo adoptivo de L'Hospitalet, lo cual he interpretado como un homenaje a Bienvenido, Mr. Marshall en ocasión del centenario del nacimiento de Luís García Berlanga. También me he enterado de que se presenta un robot que hace de camarero y puede interactuar con el cliente, lo cual no sé qué tiene que ver con la telefonía móvil (me pregunto si los modelos destinados a Euskadi serán programados para resultar especialmente antipáticos, que es una seña de identidad muy del norte). De vez en cuando, veo por la tele a congresistas y ejecutivos varios que dicen cosas que no entiendo. Y siempre tengo presentes a todos esos que pasan la noche al raso para pillar los primeros ejemplares del nuevo iPhone en todas las ciudades del globo. Mi única relación con la telefonía móvil, de hecho, consiste en cambiar de teléfono cuando el que tengo empieza a gastarme bromas pesadas. Y hasta ahí llego.
Lo dicho: debe ser cosa de la edad y de que me estoy quedando más anticuado que un Nokia de los primeros tiempos, mezclado con el hecho de que siempre he tenido un interés relativo por la tecnología, que, además, siempre se me ha mostrado hostil (nunca he tenido una buena relación con los electrodomésticos y aún recuerdo el verano en que, al regreso de un viaje, me encontré con que el televisor, la nevera, la lavadora y el tocadiscos se habían puesto de acuerdo para estropearse a la vez. ¿Se suicidaron para afearme mi ausencia? Nunca lo sabré).
Como todo el mundo, voy por ahí con un teléfono en el bolsillo. Aunque no siempre: a menudo me lo dejo en casa, o en la habitación del hotel si estoy fuera de Barcelona, y nunca se me ha ocurrido llevármelo a la playa. Sé que en ese teléfono hay un montón de cosas que no me interesan: apps de todo tipo, videojuegos a los que ni me asomo, música que no consumo porque sigo escuchándola en vinilo y cd, una cámara fotográfica que no uso casi nunca…Y más cosas que se irán añadiendo a las que ya están año tras año, congreso tras congreso, invento tras invento, G tras G…Si me acercara por el Mobile, no sabría qué hacer. Cuando bebía, le podría haber pedido una copa al robot camarero, pero ahora ya no lo necesito para nada.
Todo esto no quita para que me asalte la terrible sospecha de que me estoy perdiendo algo, de que se celebra en mi ciudad una fiesta de la que desconozco el dress code y a la que, además, no he sido invitado. Observo al señor Hoffman, que parece de mi quinta, y me pregunto qué habrá entendido él que a mí se me escapa. Y me siento algo tonto, pero extrañamente feliz.