Las ciudades, todas las grandes ciudades del mundo, de Barcelona a San Francisco, crecen, y lo están haciendo a un ritmo exponencial, descontrolado. Los expertos advierten, con cierta música de fondo que suena a preocupación, que el planeta será esencialmente urbano hacia el año 2050. Seremos 10.000 millones de personas que habremos decidido vivir, en un 80% de los casos, en mega urbes.
Pero siempre es bueno hacer un poco de memoria. Hace cuatro días, en el año 1800, tan solo vivía en las ciudades el 3% de la población mundial.
Así las cosas, si casi todos acabaremos viviendo en un espacio urbano. El verdadero centro de poder (político, económico, social, cultural, simbólico) ya no serán los estados, ni siquiera las naciones ni los países. Todo se decidirá en los gobiernos municipales.
De hecho, en otro orden de cosas, en el sector del comercio, los mercados y las marcas, actualmente, el principal foco de atención ya no se centra en la dimensión internacional (inter-naciones) sino que se habla del radio de acción y de la influencia que ejercen las metrópolis, es decir, lo esencial es el mercado intercities (inter-ciudades).
El bacalao global se cortará en las ciudades de aquí a casi nada. Cualquier decisión municipal alcanzará una escala planetaria. Tu, yo y el vecino de enfrente seremos partícipes de decisiones que tendrán repercusiones a un doble nivel: urbano y mundial. Las revoluciones ecológicas, tecnológicas y económicas del planeta lo serán, en primera instancia, en nuestra propia ciudad.
Pienso en aquella celebérrima frase que acuñó no sé que sabio: sé tú el cambio que quieres ver en el mundo. Serán las ciudades y sus políticas municipales quienes marquen la hoja de ruta y el paradigma de las grandes transformaciones y revoluciones en mayúsculas.
El futuro que ya empieza a hacerse presente no traerá un choque de civilizaciones (Huntington dixit) sino más bien una fractura económica bestial entre ciudades con o sin talento y con capacidad de innovación. Capitales creativas o ciudades del montón, sin aportación de valor.
Estoy plenamente convencido de que este es el momento de apostar por una Barcelona centrada en lo humano, en el poder ciudadano.
Se trata de diseñar un modelo de gobernanza urbana que ofrezca respuestas humanísticas a las ineficiencias utilitarias que encierra el desarrollo sobrevalorado de las smart cities. Una entelequia modernilla más.
Si ponemos el acento en el concepto smart como apoteosis y elogio de los avances tecnológicos, no lograremos resolver a escala humana los complejos retos que la globalización está planteando a las ciudades de hoy.
Una Barcelona humanista, que impulse estructuras y dinámicas comunitarias mucho más éticas, inclusivas y sostenibles, logrará que nos posicionemos en el mapa planetario como impulsores de un proyecto de ciudad inteligente basado en el humanismo tecnológico.
Menos digital y más humanism. No es una utopía. Podemos generar políticas públicas a través de una gobernanza que sitúe a las personas en el centro de cada experiencia vivida y compartida en la ciudad. La posmodernidad conlleva innumerables riesgos. La aceleración tecnológica otros tantos. Tanto algoritmo suelto y tanta data science puede llegar a desempoderar al ser humano, debilitándonos.
Barcelona, como ciudad pionera que nos invita a explorar escenarios de futuro respecto a políticas públicas enraizadas en nuevas sensibilidades y objetivos. Humanismo, creatividad e innovación de la mano de la tecnología, pero nunca detrás de ella, siempre por delante, marcando el paso, el ritmo de los nuevos tiempos.