Casi 600.000 coches han salido y vuelto a entrar en Barcelona entre el Jueves Santo y este lunes de Pascua. Se han formado colas kilométricas ambos días; y también el viernes, el sábado y el domingo.
La pregunta es: ¿para qué? Los medios de comunicación han retratado el fenómeno contando en simultáneo cómo se colapsaban las carreteras y cómo se abarrotaban hoteles, campings y casas rurales; bares, terrazas y restaurantes. También han preguntado a la gente. La respuesta más recurrente era que habían dejado Barcelona como quien escapa de algo, como quien se libra por fin de esa especie de cárcel que han supuesto las medidas tomadas para combatir la pandemia a partir de marzo del 2020.
El asunto merece un estudio sociológico porque salir como el que se fuga, como si en ello te fuera la vida, para tragar atascos en las carreteras, pagar una gasolina a precio récord, llegar a un destino encarecido y saturado, y volver con nuevos embotellamientos es de locos. Ni siquiera lo puede justificar la momentánea subida de temperaturas.
Es discutible que la alternativa fuese quedarse en la ciudad, atestada como estaba de turistas y visitantes, entre ellos los 35.000 seguidores del Eintract que dieron la sorpresa por partida doble el Jueves Santo dentro y fuera del Camp Nou. Que le pregunten si no a Jordi Rabassa, concejal de Ciutat Vella, que se ha llevado las manos a la cabeza tras las protestas de los vecinos por la invasión incívica. Como se decía antes, estos de Barcelona en Comú solo se acuerdan de Santa Bárbara cuando truena..
Es difícil saber si esa renovada ansia por alejarse de Barcelona –este tipo de colas kilométricas agravadas por accidentes frecuentes se vienen sucediendo desde la supresión de los peajes en septiembre pasado-- es únicamente una respuesta postpandemia, pero en todo caso envía un claro mensaje de agotamiento del modelo turístico. ¿Hasta cuándo seguiremos gastando nuestro dinero y tiempo para obtener una gratificación tan dudosa? ¿Hacen falta más avisos?