A veces conviene echar mano de los clásicos. Uno de ellos, Renato Descartes, escribió en el Discurso del método: “Aprendí a desconfiar de lo que sólo la costumbre me enseñó”. No pretendía hacer una loa al escepticismo sino llamar la atención sobre tantas creencias que se asumen sin cuestionarlas. Algunas quizás sean verdaderas, pero conviene revisar la herencia recibida no vaya a ser que uno acabe formando parte de una secta creacionista simplemente porque lo creían los antiguos.
Como es la semana de Sant Jordi, fiesta eminentemente cultural, y estos días celebra el Liceo sus 175 años, quizás sea un buen momento para poner en duda la idea de que hay que dar subvenciones a todos los productos culturales. No significa que no haya que subvencionarlos, sólo que habría que reflexionar, al menos una vez al año, sobre los motivos que llevan a hacerlo y sobre qué criterios se aplican.
Hay subvenciones a la cultura, pero las hay asociadas a otros factores. En el caso del cine se tiene en cuenta su carácter de industria. Algunas publicaciones (no siempre culturales) perciben subvenciones no por su aportación a la cultura sino como ayuda al mantenimiento y difusión del idioma en el que se publican. El resultado es que se da dinero a productos infumables.
Una de las características de la subvenciones es que acostumbran a ir al bolsillo del productor o promotor, suponiendo que repercutirá a la baja en el precio que pagará el consumidor. No siempre es así. A veces se aduce que sin las ayudas públicas la obra en cuestión (una película, una representación teatral, una exposición) no saldría a ningún precio; simplemente, no se haría. Pero aceptar este razonamiento implica que, en ocasiones, la mera producción resulte ya un negocio, independientemente de que luego no tenga ni un mísero consumidor; al margen de que la deserción del público se produzca por falta de interés o por falta de calidad. El resultado es producir elementos supuestamente culturales dedicados a nadie. O sea, despilfarro de dinero público que podría destinarse a otras funciones.
Al margen de la producción para la nada, hay otros productos subvencionados que sólo son consumidos por determinadas élites, con el agravante de que algunos de sus actores perciben emolumentos muy por encima del salario mínimo. Valgan un par de ejemplos: las óperas del Liceo y algunos conciertos del Auditori o el Palau.
A favor de subvencionar estas actividades hay dos argumentos: sin el dinero público, algunos asistentes no podrían pagarse la entrada porque el precio sería mucho más alto; además, la producción cultural sirve para atraer a cierto turismo, mucho más interesante que el de borrachera. Londres fue durante años un imán para los aficionados al teatro y los musicales. Hoy, la producción de musicales es también potente y actúa como foco de atracción en Madrid y, en menor medida, en Barcelona. ¿Hay que subvencionar todos los musicales, incluidos los que ganan dinero? ¿Hay que subvencionara a Julio Iglesias? Excluir a los que dan beneficios, ¿no supone privilegiar a los incapaces de conseguirlo? ¿Debe haber un criterio de calidad? Y en caso afirmativo, ¿no sería eso una puerta abierta al amiguismo y a la censura encubierta?
Y, ya puestos, conviene recordar los razonamientos del filósofo italiano Giuseppe Rensi (1871-1941) quien sostenía que quienes disfrutan con su trabajo (científicos, filósofos, artistas y, a no olvidar, los periodistas) no deberían cobrar. Ya tienen bastante con el goce que su actividad les proporciona. Rensi añadía a favor de esta propuesta que en su vida había oído hablar de una huelga de pintores, músicos o escultores, por lo tanto, si no recibieran emolumentos seguirían produciendo por amor al saber o al arte.
También se puede acudir a las reflexiones de Miguel Catalán (1958-2019) quien apuntaba que, en muchos casos, la cultura es un producto de una clase ociosa que puede no trabajar porque otros lo hacen por ella. Y para perpetuar la situación a veces se han dedicado a justificar la situación que les beneficiaba. O sea que algunos subvencionados (el que quiera que mire a TV3) corresponden a las dádivas elogiando al poderoso que los alimenta.
Como ni Rensi ni Catalán eran tontos, ambos apuntaron que hay intelectuales y artistas que colaboran con la explotación y la opresión, pero otros han sido la punta de lanza de las transformaciones que han contribuido a mejorar la situación de los más desfavorecidos.
En honor a la fiesta de los libros, dígase que este tipo de razonamientos, esta invitación a pensar, surge con frecuencia de sus páginas. Sobre todo de las no subvencionadas.