En la misma medida en que las libertades individuales se van viendo amenazadas por el abuso de las nuevas tecnologías, el liberalismo económico se impone. A partir de esta semana y hasta el 15 de septiembre, una cantidad más que considerable de establecimientos comerciales podrán abrir las puertas en domingo. La decisión cuenta con el apoyo de diversas entidades ciudadanas, sindicales y empresariales y tiene el visto bueno de las autoridades correspondientes: Generalitat y Ayuntamiento de Barcelona. Desde este domingo, muchos de los comercios que abrían con o sin permiso podrán hacerlo sin estar a disposición de la arbitrariedad de un inspector con úlcera de estómago. Porque la verdad es que ya antes de mañana, día en el que entra en vigor legalmente la norma, en Barcelona se podía comprar prácticamente de todo en domingo. Las únicas puertas cerradas eran las de muchos servicios públicos.
Lo cierto es que este tipo de norma viene a adecuarse a los cambios sociales. Barcelona no se para en domingo. Como tampoco se para ya en verano, aunque las empresas públicas de transportes no quieran darse por enteradas y reduzcan las frecuencias hasta la exasperación.
Ya hoy trabajaban en domingo los centros sanitarios y las panaderías y las pastelerías, los bares y los restaurantes y las casas de comidas a domicilio y los repartidores, y algunas farmacias y los periodistas y algunos de los quiosqueros que aún quedan, y los empleados de las tiendas de recuerdos y los de las gasolineras y los trabajadores de muchos más sectores. Porque en domingo cambia el tipo de demanda, pero no necesariamente la cantidad de demandantes.
De modo que ya antes de mañana, cualquiera podía echarse a la calle en domingo para comprar centenares de cosas, siempre que no fuera uno de los miles de barceloneses que tenía que trabajar.
La lucha obrera por la reducción del tiempo de trabajo, expresada primero en el lema ocho horas de trabajo, ocho para el descanso y ocho para el ocio sigue vigente. De hecho, aprobada la norma que limitaba la jornada laboral, los empresarios imponían su prolongación en muchos casos. Con suerte, compensando con el pago de horas extras, pero podía ocurrir (y ocurre) que el trabajador tenga que trabajar más horas de las legales sin ni siquiera cobrar los mínimos establecidos. Aunque los empresarios se llenen la boca con el discurso de que su objetivo es dar trabajo a quien lo necesita, lo que verdaderamente buscan es el máximo beneficio en el mínimo tiempo posible. Si para eso hay que explotar al trabajador (¿qué duda cabe?) o machacar la naturaleza agotando los recursos naturales o contaminando cualquier zona del planeta, ¿qué se le va a hacer? Efectos secundarios o, como ahora se dice, daños colaterales.
Aplicada la norma, convendría que los domingos trabajaran también los inspectores de trabajo (y los de sanidad) para comprobar que las jornadas legales se cumplen y que la explotación del hombre por el hombre, en cualquiera de su otras variantes (hombre por mujer, mujer por hombre, mujer por mujer) no supera los límites permitidos. Porque, con frecuencia, los funcionarios públicos son los únicos que siguen viviendo en un pasado en el que los domingos eran el día del señor y, también, de los señoritos, únicos que de verdad han tenido desde siempre el derecho a descansar.
Dice la Biblia, y hay quien lo cree, que Dios creó el mundo en seis días y el séptimo descansó. Vista la chapuza que le salió, valdría la pena que Ada Colau le ofreciera un apartamento en Barcelona para que, ahora que se puede trabajar en domingo, se aplique en terminar la faena. Pueden echarle una mano sus representantes (los sacerdotes), porque el domingo era, precisamente, el único día en el que estaban obligados a trabajar un poco.