“Barcelona se queda pequeña” escribía nuestra compañera María Jesús Cañizares en Crónica Global. Tiene toda la razón porque Barcelona solo aguanta en el ranking por la inercia, no por la iniciativa. De hecho, la alcaldesa lo sabe y se presentó en las jornadas del Cercle de Economía como el lobo con piel de cordero sabiendo que iba a territorio hostil. Nadie la creyó porque unas palabras agradables no sustituyen a hechos que generan rechazo por los afectados que se sienten agredidos por la hostilidad de un consistorio que aprieta, y ahoga la iniciativa empresarial, la movilidad y la convivencia ciudadana.

Como ahora se acercan las elecciones, la alcaldesa Colau quiere mostrar una mejor cara aunque el fondo sigue siendo el mismo: convertir la Barcelona cosmopolita en una Barcelona provinciana, hundiendo su dinamismo bajo el mantra de que hemos de hacer una ciudad más agradable para vivir y para convivir. Esto es en sí mismo una falacia. Para vivir hay que poder trabajar, para convivir hay buscar el consenso para que la transición se realice sin romper los equilibrios.

Además, Colau ganó con unas banderas que han sido escondidas en estos años. El derecho a la vivienda se ha retratado con los containers, las clases más oprimidas han tenido que cambiar su coche si querían moverse -es un decir- por su ciudad, y la regeneración democrática ha sido toda una entelequia. El amiguismo y el enchufismo han batido sus propios récords con oposiciones que garantizaban el futuro profesional a su núcleo duro --intentándolo también el concejal Badia en un ejercicio de nepotismo sin igual-- y subvenciones millonarias a las entidades de donde provenían la alcaldesa y buena parte de sus colaboradores.

Y si alguien protestaba o tenía el descaro de denunciarlo se le ponía la proa con los palmeros siempre prestos a ponerse al servicio del poder. Bajo el epígrafe “la derecha nos ataca” se denigraba a todo aquel que se atrevía a alzar la voz porque ponían en cuestión a un “gobierno progresista”, entendiendo como progresista que se pueda hacer yoga en la calle Aragón o la calle de Sants el fin de semana, por poner un ejemplo. Colau en esta cruzada no está sola. No le faltan voceros, palmeros mejor dicho, que aplauden a la principal edil en su tarea de empobrecer Barcelona. Unos palmeros a los que no les tiembla la pluma ni la voz en acusar a los denunciantes de estar al servicio del “capital”, pero no reparan en poner en cuestión que Colau y los suyos paguen sus nóminas a entidades afines con el dinero de todos. Eso parece ser un tema menos para estos palmeros, mientras acusan a los denunciantes como partícipes de una conspiración contra la cúpula municipal.

Esos palmeros deberían saber que el consistorio no es una entidad financiera que deba sustentar el amiguismo. Tampoco tiene una tarea altruista de la que se beneficien unos pocos. Y menos, el Ayuntamiento es un mecenas que dote de recursos a entidades por el mero hecho de serlo. Aunque no a todas, solo a las amigas.

Colau debe dar explicaciones en los tribunales, ya que políticas no da, porque su transparencia, aquella de la que hizo bandera en 2015, ha brillado por su ausencia. Que alguien lo denuncie no debe ser motivo de descrédito, sino que debería verse como un derecho democrático en el que los jueces dilucidarán. Intentar arruinar a quién discrepa poniéndole un “san benito” es propio del estalinismo más recalcitrante, aunque algunos de estos palmeros que recorren tribunas y púlpitos audiovisuales nacieron y crecieron en esa cultura. Imparten doctrina menospreciando al discrepante. Baja estofa de la política es esta. Es una pena, pero ante la falta de transparencia los ciudadanos, entidades o colectivos tienen derecho a recurrir a los tribunales para esclarecer lo que consideran una injusticia.

No hacerlo empequeñece la democracia y pone al poder político por encima del bien y del mal porque para esos palmeros quienes lo hacen tienen unos intereses determinados encaminados a minar el poder de Colau. Vean lo de otra manera. Claro que tienen intereses, ¿quién no los tiene?, y tratan de defenderlos pero no pueden hacerlo por la vía democrática porque se cierra la puerta de la transparencia. Si se abre el clientelismo más vergonzoso, aquel que Colau quería erradicar, los ciudadanos tienen el derecho a recurrir a los tribunales, guste o no guste a los palmeros de turno que se cobijan en la sombra del poder.

La alcaldesa tiene varios frentes abiertos. No es culpable porque no hay sentencia. De otras ha salido airosa, pero salir airosa de unas acusaciones no quiere decir que salga airosa de todas. Si a Colau, y a sus palmeros, no les gusta podría abrir otro camino: el del diálogo, el consenso y el de la transparencia. Los que perturban la vida municipal no son los que denuncian sino el que defiende el oscurantismo en la gestión y el que confunde diálogo y consenso con imposición porque se cree en posesión de la verdad. Ciertamente, con estos palmeros, Barcelona se queda pequeña por esos que ponen el foco en quién denuncia y no en qué se denuncia, que dicho sea de paso es sobre lo que el juez dictaminará.