Victimizarse tiene premio en estos momentos. Ello no excluye la posibilidad y el hecho real de haber sido víctima de algo, de alguien o de ciertas circunstancias. Pero lo que es novedoso en los últimos años es aprovecharlo como discurso político, para venderlo a un determinado electorado que también lo necesita. Si uno está una mala posición, puede suceder que encuentre consuelo cuando se escucha a un dirigente cómo critica a un tercero. Eso ha sucedido en Barcelona con la alcaldesa Ada Colau, que, curiosamente, ha acertado al marcar la agenda política que más le interesa.

Para bien o para mal, Colau ha logrado establecer una línea roja sobre su propio proyecto. Todas las grandes ciudades del mundo tienen o tendrán en poco tiempo el mismo problema, que engarza con distintos factores: la movilidad y la compatibilidad entre los que necesitan el espacio público para el trabajo y los que lo precisan sencillamente para vivir. Barcelona, además, está encajonada geográficamente y lo que la hace muy atractiva es también un obstáculo para su propio futuro. Hay poco espacio, una enorme densidad urbana y una población que envejece. Todo eso lo ha sabido captar Ada Colau.

Sin embargo, identificado el reto, en un momento en el que las sociedades occidentales, donde se enmarca la ciudad, necesitan más “cuidados” que nuevos proyectos de crecimiento masivo, la gran incapacidad de Colau ha sido la de establecer puentes y encontrar complicidades. Ha actuado de forma unilateral con la excusa de que tenía enemigos muy fuertes que le iban a hacer la vida imposible. En ese viaje, en parte con los socialistas en el gobierno, que no se han planteado en ningún momento un proyecto antagónico –porque no lo tienen ni lo podrían defender– Colau ha buscado la vía victimista, la mala excusa de los progresistas de salón.

El adversario es Foment, señala Colau; son los sectores económicos, son los que están anclados en el pasado, a su juicio. La división entre los partidarios de la Barcelona del sí frente a los del ‘no’ es para ella ilusoria. Y señala que está a favor de los proyectos que en los últimos meses, tras una parálisis de la ciudad preocupante –también obligada por el Covid y por la desaparición durante más de un año y medio del turismo internacional– se han recibido con cierto fervor. Pero no es cierto. Los comunes de Ada Colau han aceptado que Barcelona sea sede, en 2024, de uno de los eventos más elitistas del mundo: la Copa América de Vela.

Esta cuestión es importante. Solo cuando todas las partes habían firmado el acuerdo, con el impulso del equipo de vela neozelandés, y con el sector privado volcado en ello –la entidad Barcelona Global– Colau se decidió a firmar el documento. Solo cuando vio que iba a ser ‘victimizada’, de verdad, por frustrar el evento. Todas las partes tuvieron claro que ella iba a ser la diana de los dardos en caso de que la Copa América se hubiera perdido.

Eso lo sabe Colau, conocedora del gran malestar interno de los comunes. ¿Se pasan los últimos siete años clamando contra la elite para albergar y jalear el acontecimiento más elitista, con equipos de señores y señoras con muchos posibles que navegan a vela? ¿Ha visto la alcaldesa al rey emérito en Sanxenxo con sus ‘amigos’ los regatistas?

Luego está el ánimo de renovar el discurso de la izquierda, con esa apuesta por movimientos como el queer, los talleres para una nueva masculinidad y la obsesión por presentar a la izquierda tradicional como algo del pasado ya superado --¿el PSC?--, sin ser conscientes de que esos activistas tan modernos son capaces de impedir la presentación de un libro que intenta aportar luz sobre la transexualidad.

Es una contradicción que debe superar esa izquierda que se ha alimentado en los últimos años de las administraciones que decía querer reformar. Un progresismo de salón, que se victimiza. Es la elite, ¿pero qué elite? La elite es la que llegará a Barcelona para disfrutar de un evento muy atractivo, televisado para todo el mundo, y que elegirá restaurantes de lujo mientras observa a los veleros en la costa de la ciudad. Bienvenidos todos ellos. Incluso Colau, si sigue en el consistorio, los podrá saludar de forma efusiva.