Cuando todavía hacía frío, aparecieron en el barrio y en los buzones unos papeles de propaganda municipal alertando a la población. ¡Atención, ciudadanos! Iban a cambiar el sistema de recogida de basuras por uno más sostenible y bla, bla, bla. Mirando por el rabillo del ojo hacia Sant Andreu del Palomar, no las tenía todas conmigo. Porque siempre que se cambia algo que funciona por algo más sostenible y bla, bla, bla, ni funciona mejor ni es más sostenible ni nada. Es un principio universal.
El nuevo sistema de recogida de basuras más sostenible y bla, bla, bla consistió básicamente en: A) trasladar la ubicación de los contenedores unos metros más arriba o más abajo, y, ya puestos, suprimir alguno, para no tener que trabajar tanto; y b) cambiar los viejos contenedores por unos nuevos, algo más pequeños. A fin de cuentas, lo que se pretende con tanta modernidad es que los camiones de la basura puedan trabajar más deprisa y sin ocasionar molestias al vecindario.
El camión es el mismo y tarda lo mismo que antes en vaciar contenedores, pero la cuestión no es ésa. La cuestión es que la antigua calle de dos carriles ahora tiene sólo uno y a poco que se entretenga el del camión ya ha liado un atasco. Lo de la disminución del número de carriles es una de esas cosas del urbanismo táctico y las calles pintadas de colorines, ya saben. En cuanto a la nueva ubicación de los contenedores, está calculada con mucho cuidado. No podrían haber escogido mejor lugar para estorbar la visión de los peatones que quieren cruzar la calle, pues impiden ver hacia el lado por el que se te van a echar encima los ciclistas y los automóviles. Premio.
En cuanto a los contenedores mismos, tenemos que reconocer un gran avance. Antes, pisabas un pedal y la tapa del contenedor se abría, como una enorme boca. Un prodigio de la mecánica. Aunque, si eras bajito o la bolsa de basura pesaba mucho, echarla ahí adentro suponía un esfuerzo. Ahora, en cambio, pisas el pedal y no pasa nada. Nada quiere decir nada. No se abre. Tú pisas el pedal y silencio administrativo. Es todo tan moderno que me supera.
Ante tantas moderneces y faltos de instrucción, algunos usuarios optan por el método clásico y abren la pequeña tapa a pulso, después de encontrar un asa muy bien disimulada. Suelen llevarse una desilusión, porque descubren una obertura de reducidas dimensiones que comunica con un interior lleno a rebosar. No sólo tienen que levantar la bolsa de basura hasta el orificio, sino que, además, tienen que empujarla hacia adentro. Pero parte del público ha comprendido las intenciones de los diseñadores del nuevo sistema y opta por seguir su propuesta: simplemente, deja las bolsas de basura alrededor del contenedor, no dentro, ahorrándose frustraciones y esfuerzos.
Mientras medito sobre las maravillas de las nuevas estrategias más sostenibles y bla, bla, bla del tratamiento de residuos, antes recogida de basuras, leo con gran placer que abre una nueva biblioteca en Barcelona, que han bautizado Gabriel García Márquez, en la calle Concili de Trento, en Sant Martí. El edificio es espectacular y la noticia, excelente. Porque, a ver, si de algo podemos presumir en Barcelona es de bibliotecas. Con todos sus defectos y deficiencias, con un presupuesto justito en el mejor de los casos, las bibliotecas de Barcelona son un equipamiento ciudadano del que podemos presumir y un centro de actividades culturales. Son hijas de una larga tradición bibliotecaria de la Diputación de Barcelona, en la que colaboran el Ayuntamiento y fundaciones privadas.
Pero no faltan cretinos que se preguntan por qué ponerle el nombre de Gabriel García Márquez y no el nombre de algún autor catalán. Ay, Señor, qué pesados que son, por favor, qué pesados. ¡Vale ya! Si alguien merece el nombre de una biblioteca en Barcelona es él, uno de los protagonistas del boom de la literatura latinoamericana que tuvo a nuestra ciudad como protagonista. En tiempos de opresión de verdad, no de mentirijillas, Barcelona se las apañó para hacerse con un lugar de privilegio en la literatura occidental gracias a una intensa y muy productiva vida literaria en la que convivían juergas, licores, editores, agentes, escritores, poetas, lenguas y libros, alimentándose todos mutuamente de ideas innovadoras. Todavía vivimos de las rentas de esos años de oro y algunos los envidiamos, al comprobar cómo los talibanes de las lenguas las emplean hoy para enquistarse en sí mismos y apartar a los demás.