Con cierta periodicidad, suelen aparecer algunos personajes esgrimiendo datos sobre la carga insoportable que supone el empleo público. Sus argumentos esconden verdades a medias, pero nunca enteras. Con aires de demagogo, sueltan que hay tantos miles de funcionarios y empleados públicos y acto seguido añaden que son demasiados. Así, a las bravas.

La cifra, a palo seco, causa cierta impresión. En Cataluña, por ejemplo, hay unos 320.000 empleos públicos. Dos de cada tres dependen de la Generalitat. ¡Oh, cuántos!, exclama el personal. Sí, son muchos. Entonces sigue el discurso de la carga insoportable, el gasto excesivo, lo poco que rinden y tantos recursos como se comen y lo bien que nos iría aligerar la estructura del Estado y prescindir de tanto vago y maleante. En suma, nos están colando el ideal económico neoliberal que sueña con darle el finiquito a lo poco que queda del Estado del Bienestar y dar rienda suelta al sálvese quien pueda y si eres pobre, mala suerte.

Es verdad que Cataluña es la segunda Comunidad Autónoma en número de empleos públicos, pero también es la segunda en población, detrás de Andalucía. Pero, ¡ojo! Echando cuentas, es también la última —han leído bien, la última, excluyendo a Ceuta y Melilla— en empleo público por habitante. Casi un 17,5% del empleo es público en España; en la Unión Europea, la media es superior al 18%. En Cataluña, no llega al 11%.

Es FALSO que tengamos demasiado empleo público. De hecho, necesitamos MÁS empleo público. Echen un vistazo a la sanidad pública, por ejemplo, y verán la urgente necesidad que tenemos de salvar lo poco que queda de nuestro sistema sanitario con más personal sanitario y de soporte. También podrían examinar la situación en los servicios sociales, la educación pública, etcétera. Una pregunta tonta: ¿hace cuánto tiempo que no ven patrullar a una pareja de guardias urbanos por el barrio? Pues también son empleados públicos.

La última tontería ha sido una estadística que no he podido verificar. Sostiene que un empleado público cobra, hoy, sueldos más elevados que un empleado de la empresa privada o un autónomo. Por lo tanto, esto es una carga insoportable y bla, bla, bla.

El empleo público, con muy raras excepciones, no está bien pagado.

A modo de ejemplo, pregunten por las condiciones de trabajo, los horarios, las guardias y los salarios del personal sanitario de un hospital público. Da vergüenza. El desmantelamiento del Estado del Bienestar en Cataluña ha sido sistemático y metódico a la sombra del agitar de banderas, cánticos patrios y pagafantas de costumbre, y eso se nota en la calidad del empleo público.

Pero, eso sí, hay demasiados personajes puestos a dedo en ambos lados de la plaza de Sant Jaume, mucho cargo y mucho asesor de dudosa utilidad, demasiado amigo de Fulano o pareja de Mengano, un exceso de «ya te arreglo yo ese contrato, déjame a mí» o de «no te preocupes, que alguna subvención nos inventaremos», que sirve a un comedero demasiado extenso de tipos que no se sabe muy bien qué méritos pueden tener, aparte de ninguno.

Pero digamos que sea cierto que los empleos en la empresa privada están peor pagados que los empleos públicos. Entonces, lisa y llanamente, no es que los empleos públicos gocen de privilegios suntuarios, sino que los empleos privados viven bajo la sombra del abuso, la explotación y el pitorreo cínico de muchos empresarios.

Uno dice que no encuentra camareros en Barcelona y añade que «centrar el debate sobre el salario es simplista». Oh, sí, de una simplicidad diáfana. Reste el coste de un alquiler en Barcelona al salario que paga por media jornada de doce horas (sic) y contemplará el problema en toda su magnífica simplicidad. Si acaso luego hablaremos de las condiciones de trabajo y la duración de esa media jornada. Sólo un tipo que viva con sus papás y con todos los gastos pagados podría trabajar de camarero para el fulano, y no creo que quisiera.

Si queremos afianzar un crecimiento económico firme y sostenido, los beneficios tendrán que estar mejor repartidos. Por supuesto, prestemos atención al empleo público, no para ahorrar costes, sino para mejorar el rendimiento de la inversión en un Estado del Bienestar como Dios manda.

Fíjense en cómo utilizo «costes» e «inversión», porque ahí está el secreto del éxito.