Si no recuerdo mal, el último festival multitudinario de música al que acudí (por motivos profesionales: me envió el diario El país) fue el remake de 1994 del mítico festival de Woodstock de 1969: demasiados grupos, demasiada gente, no me enteré de gran cosa y opté, básicamente, por las crónicas de ambiente. Me temo que a los 38 años que tenía entonces, ya me había pasado la edad de los jolgorios masivos. Luego me pasó también la de los conciertos individuales: el último que me tragué fue el de Roxy Music en 2011, donde mi banda favorita de todos los tiempos tocó para un público reducido de fieles viejunos y tuvo que plegar velas en menos de una hora porque le tocaba el turno a un tipo del que nunca oí nada, pero cuyo nombre me pareció muy representativo de los tiempos que corrían, DJ Tiesto. Desde esa jornada del Sónar, no se me ha vuelto a ver el pelo que me queda en ningún concierto: con discos (cd y vinilo) y deuvedés, ya voy que chuto.
Lo cual no quita para que observe con admiración (teñida de cierta nostalgia por la juventud perdida) festivales como el Primavera Sound. El cartel de este año era impresionante en cantidad y calidad. Si el evento me hubiese pillado con veinte años, me habría pasado días de la Ceca a la Meca para no perderme a Beck, Nick Cave o The National, solo unos pocos nombres de los muchos que componían una programación abundante no, lo siguiente, un menú pantagruélico que era imposible terminarse, una sobreabundancia de material rayana en el despilfarro…Yo me miraba el cartel desde mis 66 tacos y me sentía como un niño de postguerra observando el escaparate de una pastelería. No hay que olvidar que pertenezco a una generación que pasó su adolescencia en un país al que no venía a actuar absolutamente nadie. Hasta que Gay Mercader se tomó las cosas en serio, por Barcelona no aparecía ni Dios y cualquier concierto de un grupo extranjero se acogía como una celebración insólita e inesperada. Años después, afortunadamente, tenemos el Primavera Sound con su menú de 300 platos, que no hay quien se lo acabe, pero ahí está, a disposición de todos los tragaldabas pop concentrados en Barcelona durante unos días de cada fin de curso. Yo ya no formo parte del público, pero me alegro por todos esos jóvenes que no tienen que pasar el hambre de rock que pasamos los de mi quinta.
Tal vez por eso me revientan las rencillas entre la organización del Primavera Sound y la administración Colau. Reconozco que no sé quién lleva la razón en sus trifulcas. No sé si es cierto que los directivos del festival se sienten basureados por el ayuntamiento o si solo aspiran a celebrar sus cosas en condiciones más beneficiosas para ellos. El (supuesto) amor de Ada Colau al festival, evidentemente, no me lo creo, pues la preocupación de los comunes por la cultura siempre ha sido escasa, tirando a inexistente. La posibilidad de que el Primavera Sound se celebre también en Madrid (bueno, a 26 kilómetros de Madrid) yo diría que beneficia a ambas ciudades, pues siempre les ha convenido más relacionarse entre ellas que, respectivamente, con la Cataluña profunda y la España cañí. Las amenazas veladas de trasladar el evento a Madrid y chapar el de Barcelona por el presunto basureo municipal no me las acabo de creer: el negocio, como se ha vuelto a demostrar este año, es demasiado suculento como para chaparlo por un rebote con la alcaldesa.
El Primavera Sound es de esos eventos que contribuyen a hacer de Barcelona (y de Madrid, si se tercia) la ciudad europea y cosmopolita que debería ser si algún día nos quitamos de encima a los que la consideran la capital de una nación milenaria (aunque sin estado: no se puede tener todo). Ayuntamiento y organización están condenados a entenderse por el bien de las más de 200.000 personas que lo han frecuentado este año. El hecho de que yo no estuviera entre ellas no quita para que me alegre enormemente por la celebración de un tipo de sarao con el que no podía ni soñar cuando realmente lo deseaba. Ruego, pues, a los comunes y a los primaveros que dejen de ponerse verdes unos a otros y se faciliten mutuamente las cosas. Unas cosas que a mí no me afectan personalmente, pero como si lo hicieran.